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iniquidades del poder imperante, como la que emprendió Voltaire en su
                              día, y una propuesta seria de sensatez, de lógica, de generosidad y de
                              valor civil.
                               Lo que requerimos es comprender que una cosa es ser hijos de Europa
                              y otra confundirnos con ella, cuando pertenecemos a un territorio tan
                              distinto, cuando les debemos respeto profundo a los viejos padres que
                              poblaron este territorio por siglos y de los cuales también descendemos,
                              cuando   sabemos   que   la   diversidad   de   nuestra   composición   natural,
                              étnica y cultural es un privilegio, y no permite la arbitraria imposición de
                              un solo modelo, de una sola verdad, de una sola estética.

                               Ningún país podrá construir jamás un orden social justo y equilibrado si
                              no   es   capaz   de   reconocerse   a   sí   mismo   y   de   diseñar   su   proyecto
                              económico,   político   y   cultural   a   partir   de   esa   conciencia   de   sus
                              posibilidades y sus limitaciones.

                               Un chiste común dice que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los
                              intelectuales   quieren   ser   franceses,   la   clase   media   quiere   ser
                              norteamericana y los pobres quieren ser mexicanos. Después de siglos
                              de un esfuerzo vergonzoso y esnob por fingir ser lo que no somos, es
                              urgente   descubrir   qué   es   Colombia;   que   surja   entre   nosotros   un
                              pensamiento, una interpretación de nosotros mismos, una alternativa de
                              orden social, de desarrollo, un sueño que se parezca a lo que somos.

                                El  principal   enemigo   de  ese   sueño  es   el  paradójico   clamor  de   los
                              defensores del caos existente que pretenden negar el charco de sangre
                              en que vivimos y el absoluto fracaso de este modelo en su deber de
                              brindar, ya que no felicidad, siquiera mínima dignidad a la población.

                                Esos incomprensibles que editorial tras editorial nos muestran cuatro
                              cifras abstractas de prosperidad para demostrarnos que vivimos en el
                              paraíso. ¿Quién negará que muchos viven en condiciones de opulencia
                              difíciles   de   imaginar?   ¿Quién   negará   que   los   que   se   esfuerzan   por
                              acallar la insatisfacción y la indignación de los colombianos conscientes,
                              tienen razones sobradas para defender lo que existe?

                                Si  algo   no   podemos   proponernos   es   convencer   a  tres   millones   de
                              personas que viven espléndidamente de que el país está mal. Muros
                              fortificados  y  puertas  con   claves   electrónicas   y ejércitos  privados   de
                              guardianes y de mastines casi los autorizan a decir que este es un país
                              seguro.   Y   tampoco   podemos   hacer   que   los   cinco   millones   que   se
                              desvelan luchando por acceder a ese círculo exquisito acepten que el



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