Page 53 - Fantasmas
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Joe HiLL
que llegaría a ser tan viejo y a tener tantas deudas. Le cuesta
conciliar el sueño, porque en su cabeza bullen las ideas —desca-
belladas, desesperadas— sobre cómo evitar tener que cerrar el
cine. Permanece despierto pensando en ingresos, empleados, bie-
nes amortizables. Y cuando ya no puede seguir pensando en
dinero trata de imaginar adónde irá si el cine cierra. Se ve en un
hogar para jubilados, con colchones apestando a linimento y vie-
jos encorvados sin dentadura viendo comedias televisivas en un
salón mohoso; se ve en un lugar donde se apagará lenta y pasi-
vamente, como un papel de pared demasiado expuesto al sol que
pierde poco a poco su color.
Y eso es malo. Pero es aún peor cuando trata de imaginar
qué le ocurrirá a ella si cierra el Rosebud. Ve la sala despojada
de sus butacas, un espacio vacío y lleno de eco, con pelusas de pol-
vo en las esquinas y bolas de chicle seco adheridas al cemento.
Las pandillas de adolescentes lo usan para beber y follar; ve bo-
tellas de licor tiradas por todas partes, pintadas analfabetas en
las paredes, un condón solitario y grotesco en el suelo, delante
de la pantalla. Este lugar desolado y vulnerado será su última
morada, donde desaparecerá para siempre.
O tal vez no lo haga... Y eso es lo que más miedo le da.
Alec la vio —habló con ella— por primera vez cuando
tenía quince años, seis días después de enterarse de que su her-
mano mayor había muerto en el Pacífico Sur. El presidente
Truman había enviado una carta de pésame. Era una carta ofi-
cial, pero la firma estampada al final era auténtica. Alec no ha-
bía llorado todavía. Años más tarde supo que había pasado una
semana en estado de shock, que había perdido a la persona que
más quería en el mundo y que ello lo había traumatizado. Pe-
ro en 1945 nadie empleaba la palabra «trauma» para hablar de
sus emociones, y la única clase de neurosis de que hablaba la
gente era de la «neurosis de guerra».
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