Page 71 - LIBRO LA NCHE TRAGICA SANTACRUZ
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La trágica noche de Santacruz                            61



            ¿Qué podía pensar y sentir un joven como Euclides Santacruz lejos
            de los lugares donde vivió y soñó con un mundo distinto, como el
            que fue descubriendo en la capital oriental? En las largas noches, el
            joven llegado desde su lejano hogar recordaba aquella niñez y ado-
            lescencia llena de felicidad. Eran esos momentos de conexión mágica
            que le brindaban los atardeceres en su pueblo natal, eran momentos
            meditativos, momentos cuando sentimos que el silencio es nuestro
            aliado perfecto para realmente sentir y disfrutar de esa conexión es-
            pecial, mágica y divina. Gracias a esa vida apacible, fue que el neu-
            roticismo no se había manifestado en la conducta del joven, que se
            aprestaba a marcharse de su hogar y emprender una misión llena de
            obstáculos, que luego afectaron su comportamiento. Después se su-
            mergió en el túnel del amor, el odio y la muerte.

            Euclides recordaba con auténtica felicidad la añoranza de los crepús-
            culos, de las montañas lejanas, de los riachuelos de agua cristalina, de
            la selva silenciosa del Bajo Paraguá a la hora cuando el sol se aleja por
            el horizonte irremediablemente y deja su huella con una mezcla de fe-
            licidad por un día más de vida, pero con la sensación de tristeza por el
            fin de una jornada. El atardecer es un regalo de Dios que nos brindó la
            creación. Una madrugada, Euclides despertó y se dijo a sí mismo: “Creo
            que no podemos compararlo con otro recuerdo. ¿Cuál es la única con-
            dición para disfrutar de este regalo? Los recuerdos de lo que ya vivimos,
            y que lo vivimos en un mundo lejano, pero auténtico. No es fácil en-
            tender un atardecer. Tiene sus tiempos, sus medidas, sus colores. Y
            como no hay un atardecer, ni uno solo, que sea idéntico a otro, entonces
            cada ser tiene que saber discernir los detalles”.

            Ese era el mundo mágico creado por Dios, un lugar privilegiado para
            vivir y soñar. Ese era el pueblo llamado “El Paraíso Escondido”.

            Hasta aquellos años no se había quemado ni un kilómetro cuadrado
            de territorio en la Gran Chiquitania, todos los habitantes eran oriun-
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