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N U E V O S N A R R A D O R E S
salto dentro de un balde. Su mirada se clava en la agonía del animal, que boquea entre
otros pescados, a medio sumergir en agua insuficiente. Los ojos del pez miran lo que
no puede comprender. Están a punto de vaciarse como los de la corvina. La boca se sa-
cude rítmica, inútilmente. El chico nota que dentro del balde otro pez aún respira con
gran dificultad, apenas la cabeza bajo el agua entre el resto de los cuerpos. No es po-
sible imaginar cuánto tiempo más va a respirar; para cuánto va a alcanzarle ese agua.
La mano de su padre ya le hace reiniciar el paso. Así es como él lo observa todo:
desde la posición a la que le permite llegar el brazo del padre.
Ahora los saluda un anciano; una sonrisa sin dientes sobre unas manos tembloro-
sas que manipulan anzuelos. Parece conocer a su padre, pero eso no alcanza para que
el chico confíe en él: se le ocurre que es un duende que ha escapado de un cuento. Lo
confunden la figurita de ropas raídas y la risa chillona que estalla cada tanto.
Una mirada en derredor le muestra las partes de peces como moneda corriente:
colas, cabezas abandonadas, pedazos que se clavan en anzuelos y otros que se tiran al
mar.
El padre se despide y continúan avanzando. Llegan hasta un pescador que da una
exclamación y comienza a tirar de la caña. Algunos curiosos asoman la cabeza por la
baranda. Él también se arrima. El brazo del padre cede hasta una prudente distancia
del borde. Desde allí puede colar la mirada hasta el fondo, y ver la figura del pez en su
primera aparición fuera del agua. En medio de comentarios y algunas felicitaciones, el
pescador finaliza el trabajo de traerlo hasta sus manos. Se lo ve forcejear para recupe-
rar el anzuelo, hasta que termina arrancándolo junto a un trozo de la boca. El chico lo
ve todo con ojos cada vez más redondos. Empieza a comprender que no es lo mismo
pescar que comer pescado.
Su padre lo lleva hasta el extremo, y ahí puede verse el mar por delante, el cielo
manchado de rojo por el sol cada vez más oculto. Vuelve a pensar en el dibujo del del-
fín, pero lo traen de vuelta los gritos de los pescadores, el entrechocar de pescados, el
ruido golpeando en la madera.
En la baranda que apunta mar adentro nace de pronto un revuelo mayor que el
anterior. Un grupito de chicos corre hasta donde se encuentra un pescador de gorra
negra, dando gritos de asombro y empujándose un poco para tratar de ver mejor.
Alguien señala que sacó una raya; se junta más gente y algunos ayudan a sacar y tirar
sobre las tablas a un extraño pez-reptil-madera-babosa. Entonces uno dice que está
preñada, y el de gorra negra le abre el vientre con un cuchillo, dejando caer al agua,
por entre las hendijas del suelo, a unas rayas chiquitas, empujándolas con el pie en
medio de un líquido pegajoso.
A esta altura al chico le resulta estúpido suponer que va a ver a un delfín saltando.
Se avergüenza de su ilusión mientras pelea con el nudo en la garganta. Se encuentra,
ahora sí, absolutamente solo.