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N U E V O S N A R R A D O R E S
En el mar hay un movimiento mínimo; algo así como un brillo imprevisto. Sus
ojos buscan sin saber. Unos segundos más tarde dos figuras armónicas salen a lo lejos
del agua y se vuelven a sumergir, marcando dos casi imperceptibles charcos de espu-
ma.
–¡Mirá, papá! –grita con una alegría que le hace cosquillas en la espalda– ¡Delfines!
Las siluetas repiten el movimiento una, dos veces, y parece que va a ser difícil ver-
las mucho tiempo más, con el sol ya casi fuera de la vista y todo volviéndose oscuro.
–Son toninas –dice el padre con total naturalidad–. En esta parte no hay delfines…
El chico todavía los ve saltar un par de veces más. Incluso percibe que ahora lo
hacen mínimamente a destiempo.
CARLOS COSTA
COCHE MOTOR A VILLAZÓN
Apoyada sobre el acolchado, la mochila no es más que un trasto viejo. Cuando
la sacudo, algunos objetos caen sobre la cama y otros ruedan por el piso. Un anorak,
corroído por el desuso, se queda atorado. Lo quito. Continúo revisando. Meto el brazo
hasta el fondo y busco en el bolsillo disimulado; por fin lo encuentro. Un simple cua-
derno de tapas azules, mi diario de viaje. Lo restante ya no me preocupa. Seguramente
no estará todo lo que dejé aquella noche intempestiva. Nora habrá tirado las cosas
que consideró innecesarias. El diario sobre la cama es lo único que tiene sentido. ¿Lo
demás? Lo habrá guardado para encubrirlo. No ha podido quedarse sólo con el cua-
derno, como tampoco tendrá una foto mía sobre la mesa de luz.