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Estás durmiendo y ya te has olvidado de mí, Aquiles.
Ilíada, XXIII
Lila se echó atrás en el sillón, apoyó la cabeza contra el borde de
madera del respaldar y descruzó las piernas. La otra dijo algún comen-
tario acerca de la hora. Lila cerró los ojos para dormir pero no pudo y se
quedó mirando el blanco azulado y vibrante del techo iluminado por el
tubo fluorescente. Las luces naranjas de la calle se filtraban por las par-
tes no esmeriladas del vidrio de la puerta doble, a sus espaldas, pero no
llegaban hasta ellas. La otra, contagiada por el movimiento, se recostó
hacia un lado y apoyó sus piernas estiradas sobre la pierna derecha de
Lila. Bostezó.
Todavía llegaba el murmullo de los que quedaban afuera, fumando
y soportando el frío. Era pleno invierno y, en la oscuridad, las luces del
motel que estaba enfrente, al otro lado de la avenida y de la vía, se abrían
paso, resplandecían entre el rocío, e impedían ver, más atrás, la silueta de
la fábrica que se extendía hasta el río. Solo una llama que se asomaba por
lo que sería la más alta de las chimeneas competía con el verde y el violeta
del neón. Con la madrugada vendría más gente, los que se habían ido y
los que todavía no habían podido venir o se habían enterado tarde. Lila
pensó ir hasta el auto a buscar una campera, pero no quería desaprovechar
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