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Estás durmiendo y ya te has olvidado de mí, Aquiles.

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                     Lila se echó atrás en el sillón, apoyó la cabeza contra el borde de
               madera del respaldar y descruzó las piernas. La otra dijo algún comen-


               tario acerca de la hora. Lila cerró los ojos para dormir pero no pudo y se
               quedó mirando el blanco azulado y vibrante del techo iluminado por el


               tubo fluorescente. Las luces naranjas de la calle se filtraban por las par-
               tes no esmeriladas del vidrio de la puerta doble, a sus espaldas, pero no


               llegaban hasta ellas. La otra, contagiada por el movimiento, se recostó
               hacia un lado y apoyó sus piernas estiradas sobre la pierna derecha de


               Lila. Bostezó.
                     Todavía llegaba el murmullo de los que quedaban afuera, fumando


               y soportando el frío. Era pleno invierno y, en la oscuridad, las luces del
               motel que estaba enfrente, al otro lado de la avenida y de la vía, se abrían


               paso, resplandecían entre el rocío, e impedían ver, más atrás, la silueta de
               la fábrica que se extendía hasta el río. Solo una llama que se asomaba por


               lo que sería la más alta de las chimeneas competía con el verde y el violeta
               del neón. Con la madrugada vendría más gente, los que se habían ido y


               los que todavía no habían podido venir o se habían enterado tarde. Lila
               pensó ir hasta el auto a buscar una campera, pero no quería desaprovechar




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