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el momento que tenían, por fin, a solas.
—¿Cuándo fue que nos dimos cuenta? —dijo, la vista todavía fija
en el techo.
La otra hizo algún sonido interrogativo con la boca, volviendo del
sueño. Como Lila no hablaba, se incorporó y se quedó esperando. Lila
tenía los labios abiertos por la posición de la cabeza, que apuntaba hacia
arriba, y los movía apenas. La otra le conocía el gesto y la empujó una o
dos veces con la rodilla para hacerla hablar.
—¿No fue con la casa rodante? —dijo Lila, finalmente, ahora gi-
rando la cabeza hacia la derecha, mostrando los ojos cansados, las ojeras.
—¿Qué?
—¿No fue con la casa rodante que nos dimos cuenta? En el medio
del patio. Hacíamos que vivíamos ahí, nos escondíamos. ¿De dónde íba-
mos a sacar una casa rodante? Para mí fue ahí que nos dimos cuenta.
—Vos tenías tres años, qué te vas a dar cuenta.
—¿Y vos?
—No. Yo tampoco —dijo la otra y levantó unos centímetros la cola,
arqueándose sin abandonar la posición para dejar lugar a la mano, y sacó
un paquete aplastado de cigarrillos—. ¿Se podrá fumar acá adentro? No
creo que él nos diga nada.
—Dame uno. —Lila extendió la mano derecha hacia la otra con los
dedos en v vueltos hacia abajo apenas abiertos; seguía echada en el sillón,
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