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la vista divagando por el blanco tembloroso del cielo raso—. ¡Por papá!
—dijo, como si se tratara de un brindis.
—Por nosotras —dijo la otra.
La sala se espesaba en el humo que Lila y la otra largaban, acompa-
sadas, de sus bocas, y la luz se volvía suave, afelpada, y no hería la vista
cansada por las horas en vela. Lila mantenía su pose, estática, en el sillón,
solo perturbada por el movimiento del brazo que llevaba el cigarrillo a la
boca y volvía a bajar. La otra cabeceó un poco y se durmió con el suyo en
la mano, que cayó al suelo después de unos segundos y se consumió solo
sobre el mármol beige hasta apagarse.
—Yo digo que ahí nos dimos cuenta porque visto desde ahora suena
obvio, ¿no te parece? —dijo Lila. La otra se despertó sobresaltada, con
un sacudón. Lila esperó que se ubicara: eran las tres de la mañana, esta-
ban, otra vez, en el Cordón Industrial, en una sala velatoria—. ¿De dónde
mierda íbamos a sacar una casa rodante si no teníamos un mango? Des-
pués pasó mil veces. Dos, tres hasta cuatro autos, porque más no entraban,
en el patio. Pero ahí ya sabíamos, ¿no?
—Se ve que no perdiste la costumbre de despertarme por cualquier
pelotudez. Nos dimos cuenta cuando se lo llevaron, Lila. Mucho después
de la casa rodante. Después. Nos habíamos acostumbrado a ver todo eso.
—La plata, los autos…
—No, plata no veíamos, si se la quedaba toda este —dijo la otra e
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