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cuando cayó la última vez —dijo la otra—. Ya no vivía con nosotras.

              Todos nos decían que había parado, él también y le volvimos a creer. Ese

              día me llama Belén, no sé si te conté esto. Yo estaba estudiando y suena el

              teléfono. Era Belén. Raro, porque no llamaba. Me pregunta si estoy vien-

              do la tele, le digo que estoy estudiando y me dice que no es nada y corta.

              A la noche cuando volví a casa, y vi que estaban todos, la tía, los abuelos,

              me di cuenta, sin que me dijeran.

                    —Esa noche no paraste de llorar.

                    —Belén nunca me dijo nada al respecto. Yo se lo agradecí, también

              sin decírselo.

                    —Al otro día no fui a la escuela, me quedé en la pieza encerrada

              con vos. Me acuerdo de que era uno de esos días en que la fábrica largaba

              esa mugre blanca que solía largar, ese polvillo que cuando éramos chicas

              decíamos que era nieve, pero que era más bien como ceniza. Por la venta-

              na se veía la ceniza que caía y lo ensuciaba todo, las hojas de los árboles,

              el suelo, la ropa colgada.

                    —Ya no larga más, creo.

                    —No, ya no.

                    La puerta se abrió, las dos miraron para atrás pero fue la otra la que

              se paró a recibir a los que llegaban. Todavía no salía el sol, pero ya el

              negro del cielo había trasmutado a un azul oscuro que dejaba ver, a pesar

              del neón todavía encendido y de las luces anaranjadas de la avenida, los



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