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—Tres años esa vez.
—Sí, tres años la primera.
—De las otras ya me acuerdo mejor. “Papá va a faltar un tiempo”,
decía mamá, y ya sabíamos qué significaba.
—¡Que se había ido a cosechar frutillas, como dijo la tía!
Se rieron. Sobre la de Lila, la risa de la otra sobresalía, levemente
rasposa, producto no de los años sino de los cigarrillos, una risa que toda-
vía podía ser sensual, pero que ya la alarmaba: leves promesas de dejar de
fumar, chicles, parches. Desde afuera ya no llegaba ningún sonido, ni la
charla apagada de los que aguantaban, estoicos e inútiles, en la vereda, ni
el pasar de los autos por la avenida. La fábrica, con su rugido monótono y
eterno, ofrecía un colchón imperceptible que se confundía con el silencio.
Si en ese momento hubieran parado, de golpe, sus motores, otro silencio,
profundo, arcano, ancestral, se habría alzado como un abismo. Pero el
mugido lento, metálico y oleaginoso de la fábrica era, a fines prácticos,
dentro de la sala velatoria, sin faltar a la verdad, el silencio. Lila y la otra
volvieron a sentarse en el sillón, de costado, con una pierna doblada de-
bajo de la otra y enfrentadas como en un espejo.
—Creo que ya se fueron todos —dijo la otra.
Lila jugaba con el último botón de su camisa. Lo desabrochaba y lo
volvía a pasar por el ojal.
—Nos veo haciendo fila para visitarlo. Yo me moría de felicidad al
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