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—No te acordás porque estabas durmiendo. No quisiste salir hasta

               que pasó todo. Él te fue a saludar y te quedaste escondida abajo de las

               frazadas.

                     —¿Cómo fue?

                     —Ya lo hablamos mil veces, Lila.

                     En ese momento alguien abría la puerta y dejaba pasar el viento frío,

               húmedo, casi mojado, el olor a la fábrica y las luces que, sin el esmerilado

               de la puerta interrumpiendo su haz, penetraban en la sala y dejaban ver

               desde el lugar en el que estaban ellas, si se giraban, la avenida, el motel

               más atrás de la vía, y, arriba, ya lejos y diminuta, la punta de la chimenea

               llameante, todo entrecortado por los autos que pasaban, dispersos a esa

               hora, lentos, de norte a sur y de sur a norte por la avenida. Se escuchó un

               saludo de despedida y la puerta que se cerró. El frío ya se había instalado

               en la sala y el humo de los cigarrillos que la envolvía y la difuminaba al

               gris se había disipado en parte.

                     —Fue todo más tranquilo que lo que te imaginás —dijo la otra,

               resoplando—. Hasta le dieron tiempo para despedirse de las tres. Ahí fue

               cuando te fue a saludar y te hiciste la dormida. Cuando salieron con mamá

               nos quedamos mirando por la ventana. Se veía todo azul por las luces de

               los coches. Las casas de los vecinos. Todo de azul. Me acuerdo perfecto.

               Mamá dijo “qué vergüenza”, pero igual nos quedamos mirando hasta que

               se fueron.



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