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principio.
—No me hagas pensar en eso.
—Y cuando volvía era para peor. Me acuerdo de las reuniones eter-
nas en la mesa.
—¡Ja! Empezaba diciendo que iba a parar. —Mientras hablaba, la
otra sonreía con la boca hacia un lado y sacaba otro cigarrillo del paque-
te—. Y terminaba gritando que lo hacía por nosotras.
—Pobre mamá.
—Pobre las pelotas.
—¿No te lo imaginás a veces? —dijo Lila y con la mano vuelta
hacia abajo, abriendo los dedos índice y medio apenas, rozó los dedos de
la mano de la otra, que descansaba sobre la rodilla. La otra sacó otro ciga-
rrillo del paquete y lo puso, vertical, entre los dedos de Lila, que, después
de encenderlo, siguió hablando—. Era lindo papá cuando era joven. Me
parece verlo en el medio de la noche, flaquito como era, como se lo ve en
las fotos, con esos rulos, andando por la noche, solo, eligiendo un auto
que le gustara, abriéndolo, rápido pero sin hacer ruido, la adrenalina que
le sube por el cuerpo, apurándose para hacerlo arrancar o, ¿no te lo imagi-
nás?, corriendo desesperado de la cana, metiéndose en cualquier casa para
esconderse, cagándose de risa porque zafó y porque sabe que, si quiere,
puede hacer cualquier cosa, lo que se le antoje.
—¿Qué te pensás, Lila? ¿Que era un héroe? Lloré un día entero
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