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chara de su muerte ni del teatro que armamos las tres.
Nos ordenó hablar con usted, señor cura, actuar con pánico, pedirle
auxilio. Fue cuando usted nos acompañó a la finca y empapó hasta a los
animales con agua bendita. Tengo muy buena memoria, señor cura. Aún
recuerdo lo que canturreaba:
Regna terrae, cantate Deo,
psallite Domino, Tribuite virtutem Deo.
Exorcizamus te,
omnis immundus spiritus,
omnis satanica potestas,
omnis incursio infernalis adversarii,
omnis legio, omnis congregatio et secta diaboli-
ca.
Paula y yo lo imitábamos: cantábamos esos versos. Disculpe usted.
Mamá nos ignoraba cuando lo hacíamos, pero a veces estallaba y nos
golpeaba. No parecía ser ella.
La primera vez que usted fue a la finca, mamá no se había bañado
en días. Tenía la cara pálida y delgada, y grandes moretones en los brazos
y piernas, producto de su enfermedad que la mantenía encerrada en tinie-
blas, lo cual provocaba que siempre se estrellara con algo. Escuchamos
que usted pedía en todas las misas por el alma de mamá. El pueblo habla-
ba de ella. Nadie se atrevía a acercarse a la finca, ni siquiera usted.
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