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Nos sentíamos bien esa mañana, después de la tormenta de hace dos
semanas. Supongo que a usted también le afectó. ¡Cómo llegó de repente!
Nosotras recogíamos la mesa después de cenar. El cielo levantó el polvo
del día, inhaló las losas sueltas. Sospechamos que algo se venía. Cuando
exhaló su ventarrón, baldes de lluvia inundaron la casa y apagaron las
pocas velas que teníamos prendidas. ¡Hasta nos levantó las faldas! ¿Tiene
calor, señor cura? Lo noto un poco rojo.
Pasamos toda la noche colocando cubetas para las goteras, barrien-
do el agua, cubriendo con plástico las cosas de mamá: su cornucopia, las
fotos, los libros. Cubrimos los colchones y el sillón. En la madrugada vi
a Paula salir muy calmada hacia la tempestad a colgar la ropa. Al volver
no recordaba haberlo hecho. No le dimos importancia. Dejamos la ropa
afuera. Se secaría con el sol al día siguiente.
El aguacero por fin partió para mojar a alguien más. En la mañana
soplaba un viento caliente. Y como ya le dije, aun sin haber dormido nos
sentíamos bien. Colgamos la ropa e hicimos de desayunar. Algún roedor
fue por los trozos de pan que quedaban en la mesa. Ni los hubiéramos
probado; estaban mojados. La casa se está llenando de ratas otra vez. Co-
mimos mandarinas, las que cayeron del árbol. Afuera olía a tierra mojada.
En la habitación de mamá destapamos la cornucopia. Los rayitos
de sol que se colaban por la ventana hacían tintinar el marco dorado.
Miramos nuestro reflejo. Paula se sorprendió al verse. Sus rizos se enre-
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