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tuvieran arrugando para tirarla a la basura. Cuando me quise dar cuenta,
en la silla de la vieja sólo había un líquido oscuro que chorreaba al piso.
Nena, dije, pensando que el cuchillo ahora venía hacia mi lado. Soy libre,
dijo Regina. Claro, le respondí, no tenía ni la más mínima idea de lo que
me estaba hablando pero no la iba a contradecir en ese momento; la ver-
dad, yo lo único que quería era irme. La piba parecía apenada, viste, como
los chicos, como si tuviera vergüenza. El charco que se había formado
debajo de la silla de la vieja largaba un olor que ni te cuento. Creo que fue
la sensación de que todo se estaba haciendo largo lo que me hizo mirarla
y le dije: Mirá, Regina, si me vas a matar hacelo ahora. No, qué valiente
Norma, si me temblaba todo. No va que la piba se larga a llorar desconso-
lada. Yo me paré y te digo que por un segundo dudé si ir a abrazarla o si
encarar para la puerta, pero elegí la puerta. Antes de llegar, Regina me
pidió, con un tono lastimero, que la esperara mientras iba a la cocina. Sí,
lo pensé, cualquier otra persona en mi situación hubiera salido corriendo,
pero, para serte sincera, yo ya no puedo escaparme de nadie, así que me
quedé paradita al lado de la puerta, con el corazón como loco. La piba
volvió con una bolsa en la mano, todavía con los ojos rojos y los mocos
colgando. Gracias, me dijo, mientras me abría la puerta. Cuando salí ya
era de noche y crucé la calle espantada. Entré a casa, cerré con llave y abrí
la bolsa: la fuente de flores de Rosalía estaba impecable.
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