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cara de póker que te la regalo. La vieja no decía nada, yo sabía que le tenía
que sacar información porque para eso había ido, para eso y para que pa-
sara lo que tenía que pasar. Entonces, como quien no quiere la cosa, le
dije: Qué barbaridad lo que está pasando en el barrio, ¿no le parece, Dea?
La vieja giró un poco la cabeza y se me quedó mirando. Lo de los vecinos,
aclaré. Primero Ernesto, después Rosalía y Angustias. Hoy me quise co-
municar con Raúl y no hay forma… La vieja asintió. Regina volvió de la
cocina con el cuchillo. ¿Nena, vos no lo viste a Raúl?, pregunté. Con to-
das las cosas que están pasando, tengo un miedo bárbaro. La piba cortó la
torta como si nada, me sirvió una porción sobre una servilleta y me dijo
que no. El no más seco que hayas podido escuchar en tu vida, Norma. No
tiraban ni un dato. Regina me miraba mientras yo probaba el bizcochuelo
y la vieja, para mí, se había quedado dormida, pero seguía moviendo la
boca y al final parecía que la que masticaba el hueso era ella y no el perro.
A mí me da miedo, dije, y se me ocurrió que Regina estaba viendo si la
palmaba, seguro que pensaba que le había puesto algo pero la torta era
una excusa nomás. Igual, te digo que le había tirado unas gotas de agua
bendita, por las dudas. Comía mi porción y, mirá que yo soy solitaria,
pero el silencio era increíble, incómodo, esos silencios que no son sólo
silencio sino expectativa de lo que no se dice. Empecé a chusmear la casa
buscando de qué hablar y terminé mirando al perro. ¡Qué simpático!, les
dije pese a que no era para nada simpático. Ahí me cayó la ficha. El hueso
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