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le dije lo mismo, un gato, mirá que a veces están esos gatos gordos que

              parece que se hubiera subido un regimiento al techo. Raúl no quería saber

              nada con salir de la casa, le dije que tuviera todo cerrado y que me llama-

              ra, que me iba a quedar de guardia toda la noche y que él estuviera atento

              durante el día, eso pareció calmarlo. Esa noche yo también escuché algo

              sobre mi casa.

                    Estaba muy instalada frente a la tele y al lado de la ventana, vigi-

              lando, cuando Regina salió con el perrazo y muy tranquilita enfiló para

              mi casa. Yo me hice la boba, la vi salir y me quedé mirando la película.

              Y la sentí, te digo, me miraba, yo podía escuchar cómo jadeaba el perro y

              la nariz enorme olisqueando como si yo fuera un churrasco. La sentía en

              la nuca, viste, parecía eterno, hasta que algo retumbó en el techo, como

              si hubieran tirado un cascote enorme. Salté de la silla y me puse a revisar

              las puertas y ventanas. La del fondo estaba abierta, cosa que me pareció

              rarísima porque yo soy de esas que van cerrando todo a medida que oscu-

              rece. Esperé con la oreja parada, pero no escuché nada más. Lo primero

              que hice fue llamar a Raúl y no contestó nadie. Me asusté, no te digo que

              no. Lo llamé un par de veces más y me quise convencer de que se había

              acostado y que de lo empastillado que debía estar no me había escuchado.

              Volví a la pieza inquieta y me di cuenta de que todas esas noches había

              estado con la tele y la luz prendida, así que, de la misma manera en que

              veía las luces en su casa, Regina podía ver las mías. Ahí me dio un miedo



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