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Llega la tarde y me voy al médico. Lo mismo de siempre, que coma
sin sal, que la pastilla de la presión, en fin, yo digo a todo que sí porque a
mí la picadita de los viernes no me la saca nadie. Cuando volví a casa le
toqué el timbre a Rosalía porque me sentía mal, además la carne se veía
bien y de paso por ahí quería cenar conmigo y nos amigábamos. Nadie.
Me preocupé y le fui a preguntar a Raúl que me dijo que le había ofrecido
la carne a él también, pero que como estaba con la gota no podía pero que
no me angustiara, que seguro se había ido al bingo, porque Rosalía era
buena como el pan pero jugadora como pocas, de esas que desayunan en
el bingo, te digo.
Esa tardecita ya me metí en casa de malhumor porque el tema no
me cerraba y por más que intenté entretenerme con la tele no hubo caso,
ni hablar de dormir, porque la espina de Regina la tenía incrustada acá en
el cogote, así que me puse de guardia. Arrimé una silla a la ventana de
la pieza que daba a la calle, abrí un poco las persianas y me instalé. Es
más, me llevé un cuaderno por si pasaba algo porque yo ya no confío en
mi memoria. Dejé la televisión prendida y a cada ratito pispeaba la casa.
Cerrada, esa noche no salió con el perro. Después de las doce por el barrio
no había un alma. Pasaron los pastores brasileros y las propagandas de
mangueras y no se veía ni una luz. Me dormité sentada, para qué te voy a
mentir. A las dos y media me desperté. Ninguna señal. Pasé canales y me
quedé viendo uno de cocina. Después me levanté y me preparé un mate-
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