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podía sentir la nariz húmeda intentando meterse por la rendija, como si
estuviera oliendo algo delicioso. No, no era que yo estaba cocinando, el
perro nos olía a nosotros. Claro, el olor a viejo no es delicioso, ¡pero andá
a saber los gustos del perrazo!
La tercera fue Angustias. Ay, sí, pobrecita, ese nombre, yo no sé
en qué pensaban los padres. Angustias era divina, siempre estaba al tan-
to de todo el mundo, pero andaba medio sorda, pobre, y ni te atendía el
teléfono porque no lo escuchaba sonar. Además no tenía hijos, solita ella
y su alma. Igual siempre pizpireta, nunca una queja. Con esto de que me
quedaba la mañana durmiendo tardé en enterarme. Había sospechado que
algo pasaba porque había vuelto a ver luces en lo de Regina y también me
había parecido escuchar a alguien cantando, como un murmullo, no sé,
como esos coros de iglesia que cantan todos con el mismo tono. Igual, te
repito, mis oídos no son lo que eran. El tema es que Angustias desapareció
y nadie la volvió a ver. Una cosa me agarraba acá en el pecho cuando salía
a hacer los mandados y veía las tres casas vacías. Nadie investigó mucho,
la policía volvió a venir pero, viste, a los viejos y a los pobres da lo mis-
mo si se los traga la tierra. Tenía una congoja bárbara porque el tema era
quién iba a ser el próximo. Raúl se atrincheró en su casa y venía la hija a
traerle víveres una vez por semana. Me llamaba por teléfono, tenía miedo
de todo y me hablaba tan bajito que a veces ni lo escuchaba. Me dijo que
sentía ruidos en el techo, como si alguien le caminara encima. Claro, yo
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