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digo, porque me dejó ahí sentada, sola, con el perro que mordisqueaba lo
que parecía un hueso. Un silencio, Norma. Eran todas malas señales. Es-
taba pensando en eso cuando la piba volvió con una señora viejísima en
silla de ruedas. Más vieja que nosotras, mucho más vieja. ¡Ja! ¡Sí se pue-
de ser más vieja que nosotras! Cuando las vi venir yo no sabía qué decir
porque jamás había visto a la señora. Regina se dio cuenta de que no en-
tendía nada y, mientras acercaba a la vieja a la mesa, me dijo: Esta es mi
abuela, Dea. Sí, Dea se llamaba, yo no sé los padres de ella tampoco.
Hola, señora, le dije. Hola, Lita, me respondió. Yo sé que mi cara repre-
senta mi edad y quizás un poco más, pero Dea, ah, no sabés, eran como
miles de arrugas que formaban una cara, como los perros estos, ¿cómo es
que se llaman?, que tienen esas arrugas, pero peor, mucho peor. Mientras
no hablaba, Dea movía la boca como si estuviera masticando algo, des-
pués me agradeció por la torta y agregó que era una lástima que no la iba
a poder probar. Regina me aclaró que su abuela consumía sólo alimentos
líquidos. Ay, qué pena, respondí y la rematé con un: Si hubiera sabido
preparaba un licuado. No te rías, Norma, había que llenar el silencio por-
que las dos me miraban fijo y lo único que resonaba era el chiqui chiqui
del perro con el hueso. Después se me prendió la lamparita y pedí un cu-
chillo. Mirá si les voy a pedir un cuchillo para matarlas, Norma, como si
no se fueran a dar cuenta; no, lo pedí para cortar la torta. ¿Vos sí la vas a
probar, querida?, le pregunté a Regina, que me contestó que sí con una
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