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resto de mi vida. Ya sé que no me queda mucho resto, pero a esta edad
decir que no me voy a olvidar de algo es mucho. Cuando toqué el timbre
lo primero que escuché fue que el perrazo se tiraba sobre la puerta gruñen-
do y la voz de Regina le decía que se tranquilizara. La sentí por la mirilla
como por un catalejo, como si yo estuviera alejada y ella tuviera que de-
cidir si valía la pena la corrida. Se me aflojaron un poco las piernas, pero
mirá, llega un momento en que uno se tiene que poner firme a pesar del
miedo. La puerta se abrió y Regina estaba ahí, toda pálida, con una sonri-
sa como esas que te hacen los chicos por obligación, pero también se le
notaba algo de sorpresa y yo creo que fue eso, sentir que no se lo esperaba,
lo que hizo que me soltara un poco. La saludé y le dije que había prepara-
do una torta para tomar mates con Raúl, pero que, como no estaba, había
pensado en compartirla con ella. Me hizo pasar a un comedor oscuro y
casi vacío, una mesa, unas sillas. No es que se necesite mucho más, pero
me parecía raro que no hubiese nada personal, unas fotos o algún recuer-
do. El perro se había tirado en una esquina con algo entre los dientes.
Regina me indicó que me sentara a la mesa y ella hizo lo mismo. Un mo-
mento incomodísimo, yo no sabía qué decir. ¿Cómo estás, querida?, me
salió. ¿No vas a preparar un mate?, dije al verla tan sentada, como espe-
rando que yo explotara con todo lo que traía, porque ella sabía y yo sabía
y el aire se cortaba con un cuchillo. La piba cambió la cara y me dijo que
claro, que la esperara que iba a poner el agua. No sabía qué era peor, te
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