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to que más de uno le preguntaba si estaba bien, o le decía que tenía que

              comer lentejas, carne o, ya sin ningún reparo, que fuera al médico, que no

              era normal.

                    Rosalía  desapareció  un lunes, me  acuerdo  porque el  cardiólogo

              atiende los lunes y yo esa tarde tenía turno, es más, estaba buscando entre

              la pila de revistas de crucigramas porque las salas de espera me desespe-

              ran. Mientras estaba tirando a la basura las que ya había completado, me

              tocó el timbre. Yo la adoraba a Rosalía porque era buena como el pan. Ve-

              nía con la fuente de flores en la mano. Ah, bueno, le dije, sacamos a pasear

              la reliquia. Era famosa esa fuente, hermosísima, con unos florones rojos

              enormes, había sido de la madre y ella siempre que podía la andaba mos-

              trando. Venía a ofrecerme una carne al horno de la noche anterior porque

              había venido el hijo a cenar, pero el tipo se estaba haciendo vegetariano,

              así que de la carne no había probado bocado. Le había sobrado una barba-

              ridad porque viste que nosotros ya comemos como pajaritos. Le dije que

              no, más porque me estaba por ir que por otra cosa. Entonces Rosalía me

              dijo que se la iba a ofrecer a Regina. Yo la paré, te imaginarás, le dije que

              tuviera cuidado. No sé para qué le dije, se puso como loca, que qué ganas

              tenía yo de meterle fichas a la chica, pobre, inocente chica. Ma sí, le dije,

              llevale la carne y no me rompás más las guindas. Es una expresión, Nor-

              ma, porque lo que en verdad le dije fue que no me rompiera las pelotas,

              pero sabía que te ibas a sobresaltar.



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