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daron en una maraña. Ella pasó más tiempo batallando con el agua, pero
mis ojos estaban más ojerosos. Sacó la lengua, hizo bizcos y se burló de
nuestras fachas. Dijo que así nos parecíamos a mamá en sus últimos días.
Debo decir que ella sí se parecía a mamá. Sobre todo en su mirada.
Noté a través del reflejo que los movimientos de Paula iban como a
destiempo. Lo ignoré: seguro era efecto de la desvelada. Sonreímos con
tristeza. Nos desvestimos y nos bañamos. Con todo respeto, señor cura,
está sudando mucho… tome mi pañuelo, no lo necesito, hace frío.
Nos vestimos y echamos a andar hacia la rutina: ella va al gallinero
y al establo; yo a terminar de limpiar la casa; luego al huerto y al mercado
a vender lo que haya salido: huevo, leche, frutas, verduras. Las zanahorias
y manzanas se han dado bastante bien. Será la época, quizá las lluvias.
Nunca nos explicaron cómo cuidar el huerto. Para eso estaban los traba-
jadores. Ya perdimos fresas y lechugas; se murieron tres gallinas y hace
un mes se nos enfermó una vaca. Clemencio, el veterinario, nos ayudó.
Lo demás ahí va.
La gente nos evita, pero la pena que le causamos nos ha servido de
mucho; también el respeto que le tienen a mi difunto padre. Incluso usted
se alejó. Antes de todo esto se la pasaba jugando al confesionario con
nosotras. ¿Recuerda? Nuestra penitencia siempre eran cosquillitas en los
pies. Clemencio nos pidió que transportáramos a la vaca a las afueras de
la finca y ahí la atendió sin paga. Nos regaló medicamentos por si las otras
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