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lo. Casi nadie la conocía, no de verdad; fueron por curiosidad. Y eso no
me importó tanto como que la quemaran. Yo sé que el pueblo entero es
supersticioso, sé que tenían miedo y que le pidieron a usted que la llenara
de sal, le diera la bendición y la quemara. Y pues así fue. Ni modo. Y ahí
quedó todo.
Ya era tarde para ir al mercado. Busqué a Paula. No había regresado
de los establos. La busqué ahí y no estaba. Me volví hacia la casa. Tres
ratas corrían cerca de las escaleras de la entrada. Otras más descansaban
por la puerta. La plaga va creciendo, pensé. Entré mejor por la cocina.
No estaba ahí. Caminé hacia el pasillo y escuché un tarareo. Venía de la
habitación de mamá y era el mismo que ella cantaba cuando estaba mal.
Paula tarareaba desnuda frente a la cornucopia. “Paula”… No res-
pondió. Repetí su nombre. Nada. Me acerqué. Se veía pálida. Toqué su
hombro. Dejó de tararear y me miró a través del reflejo por un largo rato.
Estaba asustada, señor cura, muy asustada. Entonces, por un momento la
vi a ella, a mi hermana, como era antes. Me dijo:
—¿Recuerdas qué hacer? Ana, ¿recuerdas todo lo que hicimos con
mamá?
Me fijé en su reflejo. El reflejo sonreía. Paula no.
Creo que ya entenderá adónde voy con todo esto. Ya pasaron dos se-
manas, señor cura. La amarré en el cuarto de mamá. La dejé en tinieblas.
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