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tó. La boca le temblaba del esfuerzo y de la rabia. El aire se le fue de los
pulmones en una exhalación. La bestia estaba ahí, frente a él, y no se mo-
vía. Podía verla. Estaba acorralada, paralizada del miedo. Acurrucada en
el rastrojo como si esperara el disparo, como si esperara su merecido des-
pués de tanta malasangre, después de tanta desgracia acumulada. No oyó
los quejidos, ni los silbidos de angustia que hacía. Un chillido malsano de
animal enfermo. Como si llorara, a su manera. Pero él no tenía oídos para
esas cosas, para esas distracciones. Lo único que distinguió entre tanto
tumulto y persecución fueron los aullidos del Fino. Perro del diablo. Qué
bicho estaría corriendo ahora. Justo cuando tanto lo necesitaba. Ya le iba
a enseñar, con una buena paliza, a no abandonarlo en momentos así.
La bestia se movió un poco, como si quisiera salir o levantarse, y
entonces le vio la cara, el brillo de los ojos. Disparó.
Un tiro fue suficiente. Cayó de costado, con un grito, y quedó ten-
dido. Ni siquiera tuvo que ultimarlo con el cuchillo largo, como hacía
siempre, que en la atropellada se lo mandaba desde arriba del anca hasta
llegarle al corazón.
Se paró junto al cuerpo. Lo miró fijamente. La luz del amanecer lo
fue develando en sus detalles. Del agujero que le había hecho había bro-
tado tanta sangre que el charco parecía una manta negra que lo arropaba.
Ahí estaba, al fin de cuentas, el motivo de su desgracia. Respiró hondo.
Del cinto se descolgó una correa de nylon y le ató las patas, fuerte, mar-
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