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aterrado. Qué carajo, dijo él, y se fue contra el Carlo, lo levantó de los

              brazos. Qué carajo. Pero el Carlo no supo explicarse y largó el chillido

              de pájaro que la madre le había dejado en el cuerpo antes de irse. Lo tiró

              al piso como un trapo y cuando le iba a pegar se contuvo. En el aire de-

              tuvo la mano. Se acordó de que lo iba a necesitar para juntar las ovejas

              que había soltado en la loma, para arreglar el techo del galpón que era un

              coladero, para armar los andamios y subir las chapas, para limpiar la casa

              y lavar la ropa y cocinar, para darle de comer a los animales. En el aire

              detuvo la mano. Qué carajo, dijo. Y el Carlo se levantó de un salto, lo

              empujó apenas, y salió corriendo llevándose todo por delante.

                    Después, cuando los días pasaron y pasaron, se fueron apilando

              como fardos, el recuerdo se le confundía, aparecía de una u otra manera.

              A veces lo veía al Carlo con el vestido puesto, frente al espejo, tal cual

              como la madre. A veces lo veía con la camisa, y el vestido apelotonado

              en la mano. A veces lo veía desnudo y haciendo una pose de maniquí y el

              vestido rojo con flores blancas tendido sobre la cama.

                    Hacía todo lo posible por no acordarse. Por olvidarse. Hacía todo el

              esfuerzo posible para convencerse de que eso no había pasado y que ha-

              bía sido un invento, una visión de borracho, un sueño malo que le volvía

              despierto.

                    Pero la mayoría de las veces le volvía y pegada, la vergüenza. Y lo

              tapaba con rabia. Rabia como la que tenía ahora, que apretaba los dientes



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