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puerta, apoyado en el marco, y esperaba que le dijera algo, cualquier cosa,

              para saber qué era lo que desde ese momento iba a pasar con todo. Irse.

              Maldito infeliz. Maldita desgracia.

                    Maldito chancho. Ahora iba a ver. Ahora iban a ver todos. En el

              ojo se la iba a dar, apenas se lo viera en lo oscuro. Apretó el máuser y se

              tanteó el cuchillo atrás, en el cinto. El Fino tironeó como para zafarse.

              Gimió. Quieto, le dijo, sin abrir el puño, sin soltarle el cuero del cuello.

              Volvió a moverse. El máuser se le resbalaba del rocío, de la transpiración.

              Entonces le pareció oír algo, adelante, no muy lejos. El maíz se inclinó

              hacia un lado y después hacia el otro. Oyó el golpeteo de las hojas. El

              viento. El viento y la luz siempre venían juntos. Era la hora en que el

              chancho comía. Iba a esperar que saliera. Que se mostrara. No se iba a

              apurar. Mordía la paciencia. Sólo esperaba que el otro, como le había

              dicho, le cumpliera y se fuera metiendo por el borde. Se aguantaba para

              no levantar la cabeza y mirar hacia el monte. Irse. Desde cuándo le ha-

              bía venido esa idea. Y se la había dicho como si nada. Como si ya no le

              tuviera miedo. Él, justo él que le tenía miedo a todo. Desde cuándo. Irse.

              Ya iba a ver. Ya le iba a enseñar quién mandaba. Todavía no era hombre

              y ya quería decidir. Viejo como él era, lo aguantaba con un brazo nomás.

              Que probara si no. Ahí estaba para cuando quisiera. Así iba a saber quién

              mandaba. Quién tenía lo que había que tener.

                    El viento sopló y lo sintió en la cara. Oyó el ruido del maíz pero



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