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como para rompérselos. Maldito chancho. Rabia como la que había teni-
do al comienzo de la noche, cuando se había decidido a terminar con tanta
desgracia, cuando había juntado las cosas y había dicho en voz alta lo que
iba a hacer. Rabia para tragar la ginebra de a golpes y alistar al Fino, que
lo seguía para todos lados como si supiera lo que iba a venir, lo que le iba
a tocar hacer. Rabia como la que había tenido ayer a la tarde cuando el
infeliz le había dicho que quería irse. Así nomás. Como al pasar. Como si
fuera una cosa cualquiera de las que se dicen. Mañana va a llover. La vaca
que trajo don Ricardo es mala. La tranquera se volvió a caer. Se murió, al
final, el cordero de la negrita. Irse. Maldito infeliz. Desde cuándo le había
venido esa idea. Desde cuándo. Seguro desde que había visto a la madre
hacer lo mismo. Irse. Callada como serpiente. Arrastrándose en silencio y
de noche. Traicionera. Irse. Desde cuándo. Me voy para el pueblo. Que le
digo que me quiero ir para el pueblo. Pero él no le había contestado por-
que era como si no lo hubiera oído. Había tragado las palabras envueltas
en la saliva amarga y el polvo que le había dejado en la boca el desmonte
para los corrales nuevos. Porque nada iba a desviarlo de su cometido. Por
eso había salido al patio para no perder el hilo de lo que iba a hacer ese
día. El balanceado para las chanchas y el agua de las lecheras. Ver si no
había aflojado el techo del galpón con el último viento. Revisar el molino.
Y no se había dado vuelta para mirar lo que hacía el otro, del que ya ni
por su nombre quería acordarse, que lo miraba parado en el vano de la
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