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remedio para eso. Que ni tiempo de chillar va a tener, en el ojo se la voy
a dar, decía apretando los dientes. El frío de la helada le llegaba hasta el
hueso, pero él era como un tronco caído de algarrobo. El Fino temblaba.
De frío o de nervios o de ansiedad, no lo sabía. Pero le aplastaba el puño
en el cuello cada vez que amagaba levantar la cabeza. Ya iba a tener opor-
tunidad de hacer lo suyo. Cuando fuera el momento. No antes.
Lo único que esperaba era que el infeliz estuviera haciendo su tarea.
Lo que le había explicado que hiciera. Ni más ni menos. Ni más, cuando
quería congraciarse por alguna cuestión, ni menos cuando le agarraba esa
flojera que había heredado de la madre y dejaba todo a medio hacer.
No podía acordarse desde cuándo le venía eso. No le daba tanto la
cabeza para entrar en detalles. A veces se le cruzaba que había empezado
con la ida de la madre. Traicionera. Ladina. Callada y astuta como una
serpiente. A veces le daba por pensar que había sido antes y que la madre
lo había hecho a propósito. Inocularle su veneno. De a poco. Algo para
perjudicarlo a él con el tiempo. Un daño sordo que lo fuera socavando
para cuando ella ya no estuviera.
Como lo del espejo. De eso sí que se acordaba, a pesar de que no
quería, porque le venía de repente. Esa vez no había quedado clara la
situación. Cada vez que se acordaba trataba de distraerse en cualquier
trabajo posible. Cualquier cosa que le borrara eso de los ojos. Porque lo
seguía viendo. Y no quería.
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