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con latas y los loros del chañar.
Así había hecho porque tenía que envararlo de tan inútil. Enseñarlo.
Obligarlo. Don Ricardo le había dicho ese fin de semana que vino a pagar
gastos, porque lo había estado mirando toda la mañana, ir y venir del ran-
cho al tanque, del galpón a los corrales, ir y venir toda la mañana. ¿Y este
qué sabe hacer?, decime che. Le había dicho. Y él le había contestado que
lo ayudaba bien y que le era necesario para todas las tareas. Que por eso
le iba enseñando esto y lo otro, pero que todavía era chico y que no tenía
la fuerza para todo. A lo que don Ricardo le había contestado que a él le
parecía que ya estaba bastante grande y que caminaba muy bien. Que se
parecía a la madre. Que le hacía acordar a la madre. Así de delicado, le
había dicho. Delicado, había dicho, pero para él fue como si no hubiera
dicho nada porque la mayoría de las cosas que don Ricardo le decía eran
para molestarlo, para que las tragara en silencio y le cayeran como una
piedra en el estómago y no lo dejara dormir. Don Ricardo nunca perdía
oportunidad de rebajarlo o ponerle un pie en la cabeza. Así se mostraba
de patrón.
Pero ahora se iba a desquitar con ese chancho. Ya iba a ver. De eso y
de otras tantas cosas. Que ni siquiera el maizal le dejó tener ese año. Tanto
hablarlo y hablarlo a don Ricardo para nada. Y las cuentas que había he-
cho. Y las deudas que iba a pagar en el pueblo. Y las jetas que iba a cerrar
cuando cayera con el billete. Pero las cosas habían sido así y no había
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