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Sin importar que él estuviera ahí presente. Se habían reído y él se había

               aguantado porque ya era viejo para andar peleando. No es para el campo

               el chico, le había dicho uno de ellos, y él se había quedado callado. Igual

               de callado que cuando su mujer se lo decía, en el tiempo en que todavía

               vivía con ellos.

                     Se había aguantado esa vez, pero después había cortado por lo sano

               para no terminar a los revolcones en la tierra, lamentando el daño.

                     Las gracias deberían haberle dado esos dos. De no trabajar e irse

               bien pagados. Que más hubieran querido.

                     Supo que ya había sido suficiente cuando los vio una tarde sentados

               en la tranquera, descansando, fumando cigarrillos. El Carlo frente a ellos.

               Los tres se reían. Uno tenía una rama en la mano y le daba golpecitos en

               las piernas al Carlo. Lo hacía ir y venir como si lo estuviera vareando en

               un desfile. Hasta el ruido con la boca hacía. Se reían. Pero lo que más le

               había dolido había sido la risa del Carlo. Burlona, feliz, sucia. Tan pareci-

               da a la risa de la madre que tenía bien guardada en la memoria.

                     Les había dicho a esos dos que ya había sido suficiente. Los había

               llevado hasta el galpón y le había pagado en mano a cada uno. Que podían

               ir juntando sus cosas, les dijo. Y que podían irse a la mañana bien tempra-

               no así no perdían el colectivo al pueblo. Que él iba a terminar el trabajo

               que faltaba, que no era mucho.

                     Así había sido y se justificaba. A duras penas había terminado ese



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