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alambrado del norte. Y no había quedado lo bien que hubiera querido.
Don Ricardo se lo había hecho notar, en otra visita. Pero ahora ya estaba.
Apretaba el máuser con una mano mientras con la otra mantenía al Fino
contra el piso. Que no se movía. Perro fiel como nadie. No le tenía miedo
a nada. Ni él mismo se le animaba a los chanchos como se le animaba
el Fino. Era cuestión de largarlo y listo. Los corría hasta alcanzarlos. Y
nada de andar garroneándolos, de atrás y cuidándose de los tarascones
como los otros perros. Iba de frente y los cazaba del hocico nomás. Mor-
dida firme y empezar a darlos vuelta, de acá para allá, sin soltarlos. Así
hasta que él llegara. Así hasta que los acomodara para que él se las diera.
Siempre de atrás hasta que les viera el flanco. Máuser si venía despejado.
Cuchillo largo sobre el anca, de arriba a abajo, si venía embarullado, para
no lastimar al Fino.
Así era el Fino, perro del diablo. No como la desgracia del Carlo,
que miedo era lo único que tenía. Pero en esta iba a aprender, ya iba a ver.
Habían salido de noche, y habían dejado la Ford en el borde del
maizal, de culata, para cargar el chancho. Él se había metido en los rastro-
jos a esperar con el Fino. Le había dicho al Carlo, andate vos para el bor-
de y andá metiéndote. Mandalo para acá. El 38 le había dado. En mano.
Sin mirarlo. Suficiente era para que se sintiera hombre. Y si tenía agallas
lo iba a correr. Y si se le mandaba de frente no iba a tener otra opción que
pararse y dársela con puntería. Para eso lo había hecho practicar con la 22,
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