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estaba oscuro. Que salía primero por los corrales, buscando las chanchas.

              Y después enfilaba pegadito por los bretes para el maizal. Que se estu-

              viera atento. Que se fijara. Pero nada. Ni para mirar servía. Vergüenza y

              rabia tenía.

                    Ya venía de antes eso. De mucho antes, no se acordaba de cuándo.

              O sí. Pero no le daba la cabeza para pensar desde qué momento.

                    Se acordaba bien de después de Pascuas, eso sí, esa vez en que don

              Ricardo había venido de visita para ver cómo andaban las cosas y le había

              dicho que quería cambiar el alambrado del norte contra la ruta porque ya

              estaba muy caído. Que tenía que ponerse en campaña. Y él lo había hecho.

              Pero como sólo no podía, y con el Carlo era lo mismo que nada, había

              contratado a dos peones que consiguió en el pueblo.

                    Vergüenza y rabia le había dado esa vez. Por cómo se reían por lo

              bajo esos dos borregos. Acaso sabían algo de algo de todas las cosas que

              él sabía hacer. Bien les habría venido haberlo mirado para aprender un

              poco en vez agachar la cabeza y reírse a escondidas. Tiraba del alambre

              esa vez, firme, cerca de la hondonada, después de haber fijado los postes

              de casi toda la esquina y había puesto al Carlo atrás a tensar con la polea,

              ¡tirá carajo!, le había gritado porque no progresaba y el Carlo del susto

              había soltado todo, con un chillido de pájaro igual al que hacía su madre,

              y había corrido sin parar hasta la casa, llorando, haciéndole oír desde

              lejos el golpe de la puerta de chapa. Y se habían reído esos dos borregos.



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