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Esa mañana, temprano, iba a ir al pueblo porque tenía que cobrar
una venta. Había sacado la camioneta del galpón y ya entonces le había
costado arrancarla de primera. Le había dicho al Carlo que se iba. Que le
dejaba todo a cargo. Que no sabía cuándo, a qué hora iba a volver. Y con
eso quiso decirle que si se le calentaba el pico en algún bar podía volver a
cualquier hora, que no lo esperara para ninguna comida.
A los corcovos, porque la camioneta fallaba, había salido a la ruta.
Había hecho unos tres kilómetros entre aceleradas y puteadas por lo que
le habían cobrado por arreglarle el carburador, cuando se le plantó de
golpe. A gatas la mandó a la banquina y ahí se quedó. No tuvo otro reme-
dio que volverse a la casa caminando. La iba que tener que enganchar al
tractor y llevarla otra vez al pueblo.
Estaba claro que el Carlo no esperaba que volviera tan pronto. De
golpe, sin ruidos. Ni siquiera el Fino dio el aviso o salió a hacerle fiestas
porque andaba olfateando contra el monte, corriendo liebres.
Entró a la casa y entonces lo vio. O pareció verlo. Si trataba de acor-
darse bien, después, la imagen entera no le salía. Solamente una parte.
Solamente algo rápido. Un ramalazo. Algo que después a fuerza de pensar
y pensar reconstruía desde el principio. El Carlo estaba casi desnudo, de
frente al espejo. Sobre la cama estaba uno de los vestidos de la madre. El
rojo con flores blancas. O lo tenía en la mano. O tal vez lo estaba guar-
dando en un cajón y él estaba cambiándose la camisa. El Carlo lo miró
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