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cándole la carne. Se llevó la correa al hombro. Probó con un primer inten-

               to. Entonces tiró con los dos brazos. En un principio no pensó que le iba

               a pesar tanto. Le dobló la espalda de llevarlo. Los pesos muertos eran así.

               No había sorpresa en eso. Atravesó el maizal a duras penas, arrastrándolo

               hasta la Ford. Si miraba hacia atrás podía ver el surco que había hecho,

               desde dónde lo había traído. Un calvario para alguien tan viejo como él.

                     Dejó el cuerpo a un costado y se preparó para subirlo a la caja de la

               Ford. Volvió a mirarlo, como para convencerse. No había vuelta atrás. La

               luz de amanecida se ensañaba en mostrar todo. No tenía piedad.

                     Lo distrajo del letargo un ruido seco en el maizal. Al trotecito des-

               parejo, torcido, apareció el Fino abriéndose camino. Caminaba y trotaba.

               Hacía un esfuerzo por avanzar, por mantenerse en pie.

                     Cuando estuvo cerca lo vio mejor. Tenía la cara casi arrancada. Le

               colgaban pedazos de piel. Le faltaba una oreja y quizás un ojo. Gemía

               bajo, continuo. Cuando se detenía, los hilos de sangre espesa se enreda-

               ban en las matas de pasto.

                     No lo dejó acercarse más. Quieto ahí, Fino, dijo. Agarró el máuser

               que había apoyado contra la Ford y le apuntó a la cabeza. Qué mierda,

               dijo, bajando el máuser, no vale la bala. Entonces lo echó, haciéndole

               señas con los brazos, para que se fuera. El Fino se alejó unos metros y se

               tumbó a esperarlo. Bajaba y levantaba la cabeza de vez en cuando para

               ver qué hacía. Siempre sin dejar de gemir.



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