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susto.
El gran consejero alabó los vestidos de sus anfitriones y el señor
Tatsuo señaló a mi padre, quien hizo que me adelantara y ofreciera una
reverencia al shogun. Este lo felicitó, y estimó que yo era un buen partido,
que sería fácil casar a una hija tan hábil en el shibori. Mi padre, lo sé, se
sintió orgulloso.
Papel de arroz
Deseo de ser
no tu página en blanco,
yo: tu lectura.
La última vez lo vi aparecer, de pie sobre el bote de remos, al otro
lado del río. Sacudía, con el brazo en alto, un puñado de fotografías nue-
vas.
Me habló de sus vigilias frente al mar para lograr captar con la lente
de la cámara el momento exacto de la salida del sol. Me relató sus intentos
vanos de retratar, entre las rojas hojas de arce, a un venado que escuchaba
lamentarse en la profundidad de la montaña.
Luego le conté de los cerdos que estaban por parir y de los lechones
que se cebarían para la llegada del shogun. Las nubes pasaban flotando
detrás de la montaña y Kusakabe arrojaba piedras que rebotaban dos o
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