Page 171 - El fin de la infancia
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Tenían razón. Los juegos terminaron.
               —Sólo quedan unos pocos instantes. Allá van las montañas, como mechones de
           humo.  Adiós,  Karellen,  Rashaverak.  Lo  siento  por  ustedes.  Aunque  no  puedo

           entenderlo he visto en qué se ha convertido mi raza. Todo lo que hemos logrado se ha
           ido a las estrellas. Quizá esto es lo que trataban de decir las antiguas religiones. Pero
           todas  estaban  equivocadas;  creían  que  la  humanidad  era  algo  tan  importante;  sin

           embargo nosotros somos sólo una raza en... ¿Saben ustedes en cuántas? Y nos hemos
           convertido en algo que ustedes nunca podrán ser.





               »Allá va el río. No hay ningún cambio en el cielo, aunque apenas puedo respirar.
           Es raro ver la luna, todavía brillante ahí arriba, Me alegro de que la hayan dejado,

           aunque se sentirá muy sola ahora...
               »¡La luz! Bajo mis pies... del interior de la Tierra... nace brillando, a través de las
           rocas, el piso, todo... cada vez más brillante, cegadora...

               En  una  explosión  de  luz  el  centro  de  la  Tierra  soltó  sus  atesoradas  energías.
           Durante  un  rato  las  ondas  gravitatorias  cruzaron  una  y  otra  vez  el  sistema  solar,
           perturbando  ligeramente  las  órbitas  de  los  planetas.  Luego  los  hijos  del  Sol

           continuaron sus antiguos caminos, una vez más, como corchos que flotan en un lago
           sereno, enfrentando las ondas causadas por la caída de una piedra.





               No  quedaba  nada  de  la  Tierra.  Los  últimos  átomos  de  sustancia  habían  sido
           absorbidos  por  ellos.  La  Tierra  había  nutrido  los  terribles  momentos  de  aquella
           increíble metamorfosis como el alimento acumulado en la espiga o el grano nutre a la

           planta joven que crece hacia el sol.
               A seis millones de kilómetros, más allá de la órbita de Plutón, Karellen se sentó

           ante una pantalla repentinamente oscurecida. Nada faltaba en el informe; la misión
           había terminado. Volvía a su hogar después de tanto tiempo. El peso de los siglos
           había  caído  sobre  él  junto  con  una  tristeza  que  ninguna  lógica  podría  vencer.  No
           lloraba  el  destino  del  hombre:  estaba  apenado  por  su  propia  raza,  alejada  para

           siempre de la grandeza por fuerzas insuperables.
               A  pesar  de  todas  sus  hazañas,  a  pesar  de  dominar  todo  el  universo  físico,  el

           pueblo de Karellen no era mejor que una tribu que se hubiese pasado toda la vida en
           una llanura chata y polvorienta. Allá lejos estaban las montañas, donde moraban el
           poder y la belleza, donde el trueno sonaba alegremente por encima de los hielos y el

           aire  era  claro  y  penetrante.  Allá,  cuando  la  tierra  ya  estaba  envuelta  en  sombras,
           brillaba  todavía  el  sol,  transfigurando  las  cimas.  Y  ellos  sólo  podían  observar  y
           maravillarse. Nunca escalarían esas alturas.

               Sin  embargo,  Karellen  lo  sabía,  seguirían  hasta  el  fin;  esperarían  sin


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