Page 168 - El fin de la infancia
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había sabido, que Karellen había dicho la verdad al afirmar que las estrellas no eran
           para el hombre.
               Se volvió dejando la noche a sus espaldas y caminó a través de la vasta entrada de

           la base. El tamaño no lo afectaba; la inmensidad ya no tenía ningún poder sobre su
           mente. Las luces rojas estaban encendidas, alimentadas por energías que podrían no
           agotarse durante siglos. A cada lado, abandonadas por los superseñores, se alzaban

           las  máquinas  cuyos  secretos  Jan  nunca  comprendería.  Pasó  de  largo  y  subió
           torpemente la escalinata que llevaba al cuarto de control.
               El espíritu de los superseñores seguía allí: las máquinas estaban todavía vivas,

           ejecutando  las  tareas  de  unos  amos  ahora  distantes.  ¿Qué  podría  añadir  él,  se
           preguntó Jan, a la información que las máquinas lanzaban al espacio?
               Se  subió  a  la  silla  enorme  y  se  instaló  tan  cómodamente  como  pudo.  El

           micrófono,  ya  preparado,  estaba  esperándolo.  Algo  que  era  el  equivalente  de  una
           cámara  de  televisión  debía  de  estar  observando  la  Tierra,  pero  Jan  no  pudo

           localizarla.
               Más  allá  de  los  tableros  y  sus  incomprensibles  instrumentos,  los  grandes
           ventanales se abrían a la noche estrellada, mirando a un valle dormido bajo una luna
           convexa y a una distante cadena montañosa. Un río se retorcía a lo largo del valle,

           brillando aquí y allí, cuando la luz de la luna caía sobre las aguas revueltas. Todo
           parecía tan pacífico. Así podía haber sido el mundo al aparecer el hombre, como era

           ahora al llegar el fin.
               Allá a quién sabe cuántos millones de kilómetros, Karellen esperaba. Era extraño
           pensar que la nave de los superseñores se alejaba de la Tierra casi con la rapidez con
           que la seguían las señales que él, Jan, enviaba. Casi... pero no la misma. Sería una

           larga persecución, pero esas palabras alcanzarían al supervisor y pagarían así aquella
           deuda.

               ¿Cuánto de todo esto, se preguntó Jan, había sido planeado por Karellen y cuánto
           era una obra maestra de improvisación? ¿Lo había dejado el supervisor entrar en el
           espacio hacía casi un siglo, para que pudiese representar este papel? No, era increíble.
           Pero Jan tenia la certeza de que Karellen estaba envuelto en un complot muy vasto y

           complicado. Aún mientras servía a la supermente seguía estudiándola con todos los
           instrumentos  que  tenía  a  su  alcance.  Jan  sospechaba  que  no  era  sólo  curiosidad

           científica lo que inspiraba al supervisor: quizá los superseñores tenían la esperanza de
           escapar un día a esos lazos singulares, cuando hubiesen aprendido bastante de los
           poderes que estaban sirviendo.

               Era difícil creer que Jan pudiese añadir algo a ese conocimiento.
               —Cuéntenos lo que vea —había dicho Rashaverak—. Las figuras que lleguen a
           sus  ojos  serán  duplicadas  por  nuestras  cámaras.  Pero  el  mensaje  que  entre  en  su

           cerebro quizá sea muy diferente, y puede servirnos de mucho.




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