Page 167 - El fin de la infancia
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horas.
Rashaverak miró el cielo como si temiese la aparición de un nuevo milagro. Pero
todo estaba tranquilo. La luna se había puesto, y sólo unas pocas nubes rodaban
impulsadas por el viento del oeste.
—No importa tanto si se meten sólo con la Luna —añadió Rashaverak—, pero
suponga que comiencen a interferir con el Sol. Dejaremos unos instrumentos aquí,
naturalmente; así podremos saber qué ocurre.
—Yo me quedaré —dijo Jan de pronto—. He visto bastante del universo. Ahora
sólo me interesa una cosa: el destino de mi propio planeta.
El suelo se estremeció suavemente.
—Estaba esperando esto —continuó Jan—. Si alteran la rotación de la Luna el
momentum angular cambiará de algún modo. La velocidad de la Tierra está
disminuyendo. No sé qué me asombra más: si cómo lo hacen o por qué.
—Están todavía jugando —dijo Rashaverak—. ¿Qué lógica hay en la conducta de
un niño? Y en cierto modo la entidad en que se ha convertido la raza humana es
todavía un niño. No está preparada aún para unirse con la supermente. Pero lo estará
muy pronto, y usted será entonces el único dueño de la Tierra...
Rashaverak no completó su frase, y Jan la terminó en su lugar.
—...si la Tierra, claro, existe todavía.
—¿Se da cuenta del peligro, y sin embargo quiere quedarse?
—Sí. Llevo en la Tierra cinco —¿o son seis?— años. Cualquier cosa que ocurra,
no me quejaré.
—Hemos estado esperando —dijo Rashaverak con lentitud— que deseara
quedarse. Hay algo que puede hacer por nosotros.
El resplandor del navío interestelar se apagó y murió, más allá de la órbita de
Marte. Sólo él, pensó Jan, entre todos los billones de seres humanos que vivieron y
murieron en la Tierra, había recorrido ese camino. Y ningún otro lo recorrería de
nuevo.
El mundo era suyo. Todo lo que necesitaba, todos los bienes materiales que uno
puede desear, estaban allí a su alcance. Pero Jan no tenía ningún interés. No temía la
soledad del planeta desierto, ni la presencia del ser que estaba pasando aquí sus
últimos instantes antes de ir en busca de su desconocido patrimonio. No creía que él o
sus problemas sobreviviesen a la inconcebible conmoción que produciría esa partida.
Estaba bien así. Había hecho todo lo que había deseado hacer, y arrastrar una vida
sin objeto en este mundo vacío hubiese sido un inconcebible anticlímax. Podía
haberse ido con los superseñores, ¿pero para qué? Pues sabía, como ningún otro lo
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