Page 75 - Manolito Gafotas
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Creo que era mi oportunidad histórica para decir que había sido yo, pero mi
      abuelo se me adelantó:
        —Señoras, señores —dijo con la voz de los actores cuando se mueren en las
      películas—, creo que estoy a punto de desmayarme.
        Mi madre le cogió del brazo y se metieron los dos para casa. Los vecinos se
      quedaron  en  silencio  sin  saber  qué  decirse  los  unos  a  los  otros.  La  Luisa,  que
      siempre tiene que romper el hielo, hizo un diagnóstico de urgencia:
        —Eso  es  falta  de  riego  sanguíneo.  Mi  abuelo  empezó  también  a  hacer
      tonterías por falta de riego sanguíneo. A los tres meses y medio murió.
        Ahora  sí  que  me  puse  a  llorar.  La  Luisa  me  estrujó  entre  sus  brazos,  me
      limpiaba las lágrimas con las manos; las manos le olían a ajo; en casa de la Luisa
      hasta el postre se come con ajo. Lo he visto con mis propias gafas.
        El del cuarto no sabía dónde meterse, porque ahora nadie veía bien eso de
      gritar a un abuelo con falta de riego sanguíneo.
        Salió mi madre, me salvó de los brazos estrujantes de la Luisa y me puso
      entre los suyos. Las manos de mi madre olían a Pril-Limón, que es el lavavajillas
      que se usa en mi casa. Mi madre dijo:
        —No quería que nadie lo supiera, pero… mi padre tiene demencia senil, por
      eso ha hecho lo de la escalera, porque pierde la cabeza. Pagaremos lo que haga
      falta.
        La  Luisa  dijo  que  de  ninguna  manera,  que  al  fin  y  al  cabo  las  rayas  no
      molestaban a nadie y que había que tener caridad de esos pobres ancianos que
      dentro de poco iban a abandonar el planeta Tierra. Yo estaba alucinado: eso de
      descubrir que tu abuelo es un viejo loco al que le quedan tres meses y medio de
      vida era muy duro para un nieto como yo.
        Todo el mundo se despidió bastante triste; casi nos estaban dando el pésame.
      El del cuarto se fue a su piso como ese asesino de abuelos en el que se acababa
      de convertir, y nosotros nos metimos en casa. A partir de ese momento me quedé
      en  un  rincón  mirando  lo  que  hacía  mi  abuelo:  estaba  tan  pancho  mojando  un
      donuts de hacía días en un vaso de leche.
        A él siempre le gustan las cosas que se quedan duras, el pan o los bollos, para
      deshacerlas en la leche con azúcar. Es lo que él llama « el célebre soperío» . De
      repente, mi pobre abuelo me pareció muy raro: no era muy normal que siempre
      prefiriera los bollos duros, el pan de anteayer, que siempre fuera buscando en la
      nevera los restos del día anterior. Mi madre siempre dice: « En mi casa no se tira
      comida  a  la  basura,  de  eso  se  encarga  el  abuelo.  Lo  podían  contratar  en  el
      Vertedero» .
        Me  daba  mucha  pena  tener  un  abuelo  loco,  la  verdad.  Me  daba  pena  y
      miedo: ¿Mira que si me atacaba al anochecer?
        El anochecer llegó y también la noche. Las cosas no son fáciles cuando tienes
      la  obligación  de  acostarte  con  un  abuelo  loco,  pero  eso  a  nadie  parecía
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