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¡Pero lo único que comprobaba era que su escudo no
resistiría ni un estornudo del más miserable enemigo!
—¡También! —seguía murmurando
mientras se ataba la armadura a las
costillas—. Mi honor, mi valentía, mi
lealtad me impulsan a buscar aventuras…
Y así, entre tanto armar y desarmar,
recitar y murmurar, llegó el día en que
pensó que lo único que le faltaba era el
escudero.
Fue a casa de un vecino suyo labrador y le dijo:
—Amigo Sancho Panza, te vengo a
honrar con un ofrecimiento: ¿quieres ser
mi escudero?
—¡Por supuesto, su señoría!
—contestó Sancho, aunque no había
entendido ni jota.
—Será un gran honor para ti —le
aseguró don Quijote—. Acompañarás a
un importantísimo caballero, que soy yo,
y recibirás como premio una isla para
que la gobiernes tú solito.
A Sancho Panza esto último le pareció fantástico.
¿Ser gobernador y su querida mujer gobernadora? ¡Ni en
sus sueños se le había ocurrido nada tan maravilloso!
Corrió a preparar su burro y a llenar sus alforjas con
mucha comida, porque tenía una gran panza que rellenar.
Al día siguiente, al sol, de la sorpresa, se le cortó su
primer bostezo. ¡No podía creer lo que veía! ¡Un señor
tan alto y tan flaco, y otro tan rechoncho y gordinflón! ¡Un
caballo tan flaco y un borrico tan resignado!
En una palabra, dos locos de atar, que se alejaban
poquito a poquito de la aldea.
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