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Y en un instante se encontraron en el pueblo de Roquefort, donde se fabrica ese queso de oveja tan
famoso en el mundo entero. Adquirieron un buen trozo en la bodega donde se fabrica y se sentaron a
comer en la hierba fresca de la Roca de Combalou. Desde allí, disfrutaron de las vistas del pueblo,
bosques y lagos. El fuerte olor del queso le resultaba muy desagradable. Cloe se tapó la nariz, se
armó de valor y abrió la boca. Su sorpresa fue enorme cuando comprobó que el queso estaba
riquísimo, por lo que se zampó el resto con ganas. François sólo podía olfatearlo. ¡Se llevó la peor
parte!
Antes de dejar la región, pasearon por el parque regional des Grands-Causses y practicaron algunos
deportes de aventura. Su favorito fue la escalada. Subir como un animal salvaje por las rocas la llenó
de vitalidad.
De vuelta a la plaza de Montmartre, Cloe parecía un mimo que fingía escalar una pared. Disimuló y
miró a ese Poulbot travieso, que reía desde una esquina. Antes de despedirse, François le pidió que
volviese al día siguiente para conocer otra región. La chica comprobó sorprendida que apenas habían
pasado unos segundos desde que se separó de su familia. Su madre terminaba de comprar una obra
de arte al pintor con el que hablaba anteriormente, así que nadie se percató de su ausencia.
En sueños, Cloe revivió las aventuras del día y deseó que amaneciese para reencontrarse con
François, ese Poulbot mágico que la hacía viajar de forma tan divertida.