Page 34 - Amor en tiempor de Colera
P. 34

Don Pío Quinto Loayza murió cuando el hijo tenía diez años. Aunque siempre se
                    había ocupado en secreto de sus gastos, nunca lo reconoció como suyo ante la ley ni le
                    dejó resuelto el porvenir, de modo que Florentino Ariza se quedó con el único apellido de
                    su madre, si bien su verdadera filiación fue siempre de dominio público. Después de la
                    muerte del  padre, Florentino Ariza tuvo que renunciar al colegio  para emplearse como
                    aprendiz  en la Agencia Postal, donde  lo encargaron  de abrir las sacas  y  ordenar las
                    cartas, y avisar al público que había llegado el correo izando en la puerta de la oficina la
                    bandera del país de procedencia.
                          Su buen juicio llamó la atención del  telegrafista,  el emigrado  alemán Lotario
                    Thugut, que además tocaba el órgano en las ceremonias mayores de la catedral y daba
                    clases de música a domicilio. Lotario Thugut le enseñó el código Morse y el manejo del
                    sistema telegráfico, y bastaron las primeras lecciones de violín para que Florentino Ariza
                    siguiera tocándolo de oído como un profesional. Cuando conoció a Fermina Daza, a los
                    dieciocho años, era el joven más solicitado de su medio social, el que mejor bailaba la
                    música  de  moda y  recitaba de memoria la poesía  sentimental, y estaba  siempre a
                    disposición de sus amigos para llevar a sus novias serenatas de violín solo. Era escuálido
                    desde entonces, con un cabello indio sometido con pomada de olor, y los espejuelos de
                    miope que aumentaban su aspecto de desamparo. Aparte del defecto de la vista, sufría
                    de un estreñimiento crónico que lo obligó a aplicarse lavativas purgantes toda la vida.
                    Tenía una muda única de pontifical, heredada del padre muerto, pero Tránsito Ariza se la
                    mantenía tan bien que cada domingo parecía nueva. A pesar de su aire desmirriado' de
                    su retraimiento  y de  su vestimenta sombría, las  muchachas de su  grupo  hacían  rifas
                    secretas para jugar a quedarse con él, y él jugaba a quedarse con ellas, hasta el día en
                    que conoció a Fermina Daza y se le acabó la inocencia.

                          La había visto  por  primera vez  una  tarde  en  que Lotario Thugut  lo  encargó de
                    llevar un telegrama a  alguien sin domicilio  conocido  que  se  llamaba  Lorenzo Daza.  Lo
                    encontró en el parquecito de los Evangelios, en una de las casas más antiguas, medio
                    arruinada, cuyo patio  interior parecía  el claustro  de  una  abadía, con malezas en los
                    canteros  y una fuente  de  piedra  sin agua. Florentino Ariza no  percibió  ningún  ruido
                    humano  cuando siguió a la criada descalza  bajo los  arcos  del corredor, donde había
                    cajones de mudanza todavía sin abrir, y útiles de albañiles entre restos de cal y bultos de
                    cemento arrumados, pues la casa estaba sometida a una restauración radical. Al fondo
                    del patio había una oficina provisional, donde dormía la siesta sentado frente al escritorio
                    un hombre muy gordo de patillas rizadas que se confundían con los bigotes. Se llamaba,
                    en efecto, Lorenzo Daza, y no era muy conocido en la ciudad porque había llegado hacía
                    menos de dos años y no era hombre de muchos amigos.
                          Recibió el telegrama como si fuera la continuación de un sueño aciago. Florentino
                    Ariza  observó los  ojos lívidos  con una especie de compasión  oficial, observó los  dedos
                    inciertos tratando de romper la estampilla, el miedo del corazón que había visto tantas
                    veces en tantos destinatarios que todavía  no  lograban pensar  en los telegramas sin
                    relacionarlos  con  la muerte. Cuando lo leyó recobró el dominio.  Suspiró:  “Buenas
                    noticias”. Y le entregó a Florentino Ariza los cinco reales de rigor, dándole a entender con
                    una sonrisa de alivio que no se los habría dado si las noticias hubieran sido malas. Luego
                    lo despidió con un apretón de manos, que no era de uso con un mensajero del telégrafo,
                    y la criada lo acompañó hasta el portón de la calle, no tanto para conducirlo como para
                    vigilarlo.  Hicieron  el  mismo  recorrido en  sentido  contrario por el corredor de arcadas,
                    pero esta vez supo Florentino Ariza que había alguien más en la casa, porque la claridad
                    del patio  estaba  ocupada por  una voz de mujer  que repetía  una lección de lectura. Al
                    pasar frente al  cuarto  de  coser vio  por  la ventana a una   mujer mayor y a una  niña,
                    sentadas en dos sillas muy juntas, y ambas siguiendo la lectura en el mismo libro que la
                    mujer mantenía abierto en el regazo. Le pareció una visión rara: la hija enseñando a leer
                    a la madre. La apreciación era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y no la
                    madre de la niña, aunque la había criado como si lo fuera. La lección no se interrumpió,


                     34  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   29   30   31   32   33   34   35   36   37   38   39