Page 37 - Amor en tiempor de Colera
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diciembre, pues se preguntaba sin sosiego qué iba a hacer para verlo, y para que él la
                    viera, durante los tres meses en que no iría al colegio. Las dudas persistían sin solución
                    la noche de Navidad, cuando la estremeció el presagio de que él estaba mirándola entre
                    la muchedumbre de  la misa  del  gallo,  y  esa  inquietud le desbocó  el corazón.  No se
                    atrevió  a  volver  la cabeza, porque estaba  sentada entre el padre y la  tía, y  tuvo  que
                    sobreponerse para que ellos no advirtieran su turbación. Pero en el desorden de la salida
                    lo  sintió tan inminente,  tan nítido en el  tumulto, que un poder  irresistible  la obligó a
                    mirar  por encima del  hombro cuando abandonaba el  templo por la nave central,  y
                    entonces vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos de hielo, el rostro lívido, los labios
                    petrificados por el susto del amor. Trastornada por su propia audacia, se agarró del brazo
                    de la tía Escolástica para no caer, y ésta sintió el sudor glacial de la mano a través del
                    mitón de  encaje, y  la  reconfortó con  una señal imperceptible de complicidad  sin
                    condiciones.  En medio del estruendo de  los  cohetes y  los  tambores de nación,  de las
                    farolas de colores  en los  portales  y el  clamor de  las  muchedumbres ansiosas  de  paz,
                    Florentino Ariza vagó como un sonámbulo hasta el amanecer viendo la fiesta a través de
                    las lágrimas,  aturdido  por la  alucinación  de que era  él y no  Dios  el  que había nacido
                    aquella noche.
                          El  delirio  aumentó la semana siguiente,  a la hora de la siesta, cuando pasó  sin
                    esperanzas por la casa de Fermina Daza, y vio que ella y la tía estaban sentadas bajo los
                    almendros  del portal.  Era  una repetición  a la intemperie del cuadro que  había  visto la
                    primera tarde en la alcoba del costurero: la niña tomándole la lección de lectura a la tía.
                    Pero Fermina Daza estaba cambiada sin el uniforme escolar, pues llevaba una túnica de
                    hilo con muchos pliegues que le caían desde los hombros como un peplo, y tenía en la
                    cabeza  una guirnalda  de gardenias  naturales  que le daban  la apariencia  de  una  diosa
                    coronada. Florentino Ariza se sentó en el parque, donde estaba seguro de ser visto, y
                    entonces  no  apeló  al  recurso de la lectura fingida, sino que permaneció con el  libro
                    abierto y con los ojos fijos en la doncella ilusoria, que no le devolvió ni una mirada de
                    caridad.
                          Al principio pensó que la lección bajo los almendros era un cambio casual, debido
                    tal vez  a las reparaciones interminables de la casa, pero  en los días siguientes
                    comprendió que Fermina Daza estaría allí, al alcance de su vista, todas las tardes a la
                    misma hora de los tres meses de las vacaciones, y esa certidumbre le infundió un aliento
                    nuevo.  No  tuvo  la impresión de ser  visto, no  advirtió  ningún signo de  interés  o de
                    repudio, pero  en la indiferencia de ella había un  resplandor distinto que  lo  animaba  a
                    persistir. De pronto, una tarde de finales de enero, la tía puso la labor en la silla y dejó
                    sola a la sobrina en  el  portal,  entre  el reguero  de hojas  amarillas caídas  de  los
                    almendros. Animado por  la  suposición  irreflexiva de que aquella  había  sido una
                    oportunidad concertada, Florentino Ariza atravesó la calle y se plantó frente a Fermina
                    Daza, y tan cerca de ella que percibió las grietas de su respiración y el hálito floral con
                    que había de identificarla por el resto de su vida. Le habló con la cabeza alzada y con una
                    determinación que sólo volvería a tener medio siglo después, y por la misma causa.
                          -Lo único que le pido es que me reciba una carta -le dijo.
                          No era la voz que Fermina Daza esperaba de él: era nítida, y con un dominio que
                    no tenía nada que ver con sus maneras lánguidas. Sin apartar la vista del bordado, le
                    contestó: “No puedo recibirla sin el permiso de mi padre”. Florentino Ariza se estremeció
                    con el calor de aquella voz, cuyos timbres apagados no iba a olvidar en el resto de su
                    vida. Pero se mantuvo firme, y replicó de inmediato: “Consígalo”. Luego dulcificó la orden
                    con una  súplica: “Es un  asunto de  vida  o  muerte”. Fermina Daza  no lo  miró, no
                    interrumpió el bordado, pero su decisión entreabrió una puerta por donde cabía el mundo
                    entero.
                          -Vuelva todas las tardes -le dijo -y espere a que yo cambie de silla.

                          Florentino Ariza  no  entendió lo que  quiso decir,  hasta el  lunes de  la  semana
                    siguiente,  cuando vio desde  el escaño  del parquecito la misma escena de siempre con
                    una sola variación: cuando la tía Escolástica entró en la casa, Fermina Daza se levantó y

                                                                              Gabriel García Márquez  37
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
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