Page 40 - Amor en tiempor de Colera
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unos meses  después, cuando  su locura de amor le  alborotó  las ansias  de rescatar  la
                    fortuna sumergida para que Fermina Daza se bañara en estanques de oro.
                          Años más tarde, cuando trataba de recordar cómo era en la realidad la doncella
                    idealizada  con la alquimia de la poesía, no lograba distinguirla de los atardeceres
                    desgarrados de aquellos tiempos. Aun cuando la atisbaba sin ser visto, por aquellos días
                    de ansiedad en que esperaba la respuesta a su primera carta, la veía transfigurada en la
                    reverberación de las dos de la tarde bajo la llovizna de azahares de los almendros, donde
                    siempre era abril en cualquier tiempo del año. Por lo único que le interesaba entonces
                    acompañar con el violín a Lotario Thugut en el mirador privilegiado del coro, era por ver
                    cómo ondulaba  la  túnica de  ella  con la brisa  de los cánticos.  Pero su  propio desvarío
                    acabó por malograrle el placer, pues la música mística le resultaba tan inocua para su
                    estado de alma, que trataba de enardecerla con valses de amor, y Lotario Thugut se vio
                    obligado a despedirlo del coro. Fue esa la época en que cedió a las ansias de comerse las
                    gardenias que Tránsito Ariza cultivaba en los canteros del patio, y de ese modo conoció
                    el sabor de Fermina Daza. Fue también la época en que encontró por casualidad en un
                    baúl de su madre un frasco de un litro del Agua de Colonia que vendían de contrabando
                    los marineros de la Hamburg American Line y no resistió la tentación de probarla para
                    buscar otros sabores de la mujer amada. Siguió bebiendo del frasco hasta el amanecer,
                    emborrachándose  de Fermina  Daza con  tragos  abrasivos, primero  en las fondas  del
                    puerto  y después  absorto en el  mar desde  las escolleras  donde hacían amores de
                    consolación  los enamorados sin  techo, hasta que sucumbió a la inconsciencia. Tránsito
                    Ariza' que lo había esperado hasta las seis de la mañana con el alma en un hilo, lo buscó
                    en los  escondites  menos pensados, y  poco  después  del mediodía lo encontró
                    revolcándose en un charco de vómitos fragantes en un recodo de la bahía donde iban a
                    recalar los ahogados.

                          Aprovechó la pausa de la convalecencia para reprenderlo por la pasividad con que
                    esperaba la contestación de la carta. Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el
                    reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres  sólo se
                    entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto
                    ansían  para  enfrentarse a  la vida.  Florentino Ariza asimiló la lección  tal vez más  de  lo
                    debido. Tránsito Ariza no pudo disimular un sentimiento de orgullo, más concupiscente
                    que maternal,  cuando  lo vio  salir de  la mercería con el  vestido  de paño  negro,  el
                    sombrero duro y el lazo lírico en el cuello de celuloide, y le preguntó en broma si iba para
                    un entierro. Él contestó con las orejas encendidas: “Es casi lo mismo”. Ella se dio cuenta
                    de que apenas podía respirar de miedo, pero su determinación era invencible. Le hizo las
                    advertencias finales, le  echó la  bendición,  y le  prometió muerta  de risa  otra botella
                    deAgua de Colonia para celebrar juntos la conquista.


                          Desde que entregó la carta, un mes antes, él había contrariado muchas veces la
                    promesa de no volver al parquecito, pero había tenido buen cuidado de no dejarse ver.
                    Todo seguía igual. La lección de lectura bajo los árboles terminaba hacia las dos de la
                    tarde, cuando la ciudad despertaba de la siesta, y Fermina Daza seguía bordando con la
                    tía hasta que declinaba el  calor. Florentino  Ariza no  esperó a que la  tía  entrara en la
                    casa, y entonces atravesó la  calle  con unos trancos  marciales que  le  permitieron
                    sobreponerse al desaliento de las rodillas. Pero no se dirigió a Fermina Daza sino a la tía.
                          -Hágarne  el  favor de  dejarme solo un  momento con  la señorita -le  dijo-, tengo
                    algo importante que decirle.
                          -¡Atrevido! -le dijo la tía-. No hay nada de ella que yo no pueda oír.
                          -Entonces no se lo digo -dijo él-, pero le advierto que usted será la responsable de
                    lo que suceda.

                          No era ese el modo que Escolástica Daza esperaba del novio ideal, pero se levantó
                    asustada,  porque tuvo  por  primera vez  la impresión sobrecogedora  de que  Florentino


                     40  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
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