Page 38 - Amor en tiempor de Colera
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se sentó en la otra silla. Florentino Ariza, con una camelia blanca en el ojal de la levita,
                    atravesó entonces la calle y se paró frente a ella. Dijo: “Esta es la ocasión más grande de
                    mi vida”. Fermina Daza no levantó la vista hacia él, sino que examinó el contorno con
                    una mirada circular y vio las calles desiertas en el sopor de la sequía y un remolino de
                    hojas muertas arrastradas por el viento.
                          -Démela -dijo.
                          Florentino Ariza había pensado llevarle  los setenta folios que  entonces podía
                    recitar de  memoria de tanto  leerlos, pero luego se  decidió por  media esquela sobria  y
                    explícita en la que sólo prometió lo esencial: su fidelidad a toda prueba y su amor para
                    siempre. La sacó  del  bolsillo  interno de  la levita, y la  puso frente a los  ojos de  la
                    bordadora  atribulada que aún  no  se había atrevido a  mirarlo. Ella vio el  sobre  azul
                    temblando en una mano petrificada de terror, y levantó el bastidor para que él pusiera la
                    carta, pues no podía  admitir que  también a  ella se le  notara el temblor de los dedos.
                    Entonces ocurrió:  un pájaro se sacudió entre  el  follaje de los almendros,  y su  cagada
                    cayó justo sobre el bordado. Fermina Daza apartó el bastidor, lo escondió detrás de la
                    silla para que él no se diera cuenta de lo que había pasado, y lo miró por primera vez con
                    la cara en llamas. Florentino Ariza, impasible con la carta en la mano, dijo: “Es de buena
                    suerte”. Ella se lo agradeció con su primera sonrisa, y casi le arrebató la carta, la dobló y
                    se la escondió en el corpiño. Él le ofreció entonces la camelia que llevaba en el ojal. Ella
                    la rechazó: “Es una flor de compromiso”. Enseguida, consciente de que el tiempo se le
                    agotaba, volvió a refugiarse en su compostura.
                          -Ahora váyase -dijo- y no vuelva más hasta que yo le avise.

                          Cuando Florentino  Ariza la  vio por primera vez,  su  madre lo  había  descubierto
                    desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las
                    noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a
                    su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el
                    sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque
                    su estado  no  se  parecía a  los desórdenes del  amor  sino a  los  estragos  del  cólera.  El
                    padrino  de Florentino Ariza,  un  anciano  homeópata que  había  sido  el  confidente de
                    Tránsito  Ariza  desde sus tiempos de  amante escondida, se  alarmó  también a  primera
                    vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los
                    sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor
                    en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le
                    bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar
                    una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones
                    de flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el
                    consuelo en la distancia, pero  lo que anhelaba  Florentino Ariza era  todo  lo  contrario:
                    gozar de su martirio.
                          Tránsito Ariza era una cuarterona libre con un instinto de la felicidad malogrado
                    por la pobreza, y se complacía en los sufrimientos del hijo como si fueran suyos. Le hacía
                    beber las infusiones cuando lo sentía delirar  y lo  arropaba con  mantas de lana para
                    engañar a los escalofríos, pero al mismo tiempo le daba ánimos para que se solazara en
                    su postración.
                          -Aprovecha ahora que  eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía-, que
                    estas cosas no duran toda la vida.
                          En  la Agencia Postal,  por  supuesto, no pensaban lo mismo. Florentino  Ariza  se
                    había abandonado a la desidia, y andaba tan distraído que confundía las banderas con
                    que anunciaba la llegada del correo, y un miércoles izaba la alemana cuando el barco que
                    había llegado era el de la Compañía Leyland con el correo de Liverpool, y cualquier día
                    izaba la de los Estados  Unidos cuando  el barco que  llegaba era  el de la Compagnie
                    Générale Transatlantique con el correo de Saint-Nazaire. Aquellas confusiones del amor
                    ocasionaban tales trastornos en el reparto y provocaban tantas protestas del público, que
                    si Florentino Ariza no se quedó sin empleo fue porque Lotario Thugut lo mantuvo en el
                    telégrafo y lo llevó a tocar el violín en el coro de la catedral. Tenían una alianza difícil de
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                         El amor en los tiempos del cólera
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