Page 166 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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concubinato. Cómo, temeroso de esto, teniendo en cuenta la igualdad de su riqueza,
                  alcurnia y posición y en la esperanza de alcanzar un día la reconciliación de las dos casas
                  enemigas, juzgando a Dios propicio, dio a los amantes la bendición nupcial. Haciendo
                  luego mención de la muerte de Tybal y del castigo y marcha de Romeo, trayendo a capítulo
                  lo del matrimonio proyectado con el conde Paris, refirió la venida de Julieta a San
                  Francisco y el cómo, prosternada a sus pies, llena de indignación, le había ésta jurado poner
                  fin a sus días si no le daba auxilio y consejo; agregando el religioso que, si bien se hallaba
                  resuelto (a causa de una aprensión de vejez y de muerte) a dar al olvido todo el misterioso
                  aprendizaje que le había ocupado en su juventud, movido de compasión y por temor de que
                  Julieta ejerciese alguna crueldad contra sí misma, acallando su conciencia y prefiriendo
                  dañar en algo su alma a consentir que la joven, en perjuicio de la suya, maltratase su
                  cuerpo, se había decidido a emplear sus conocimientos y a darla un narcótico que la hiciese
                  pasar por muerta. Hecha esta declaratoria, contó el monje el envío de la letra por conducto
                  de Fray Anselmo, su asombro en no recibir la esperada respuesta, el inexplicable hallazgo
                  de Romeo, ya sin vida, en el panteón de los Capuletos, la muerte, en fin, que se había dado
                  la propia Julieta con la daga de su amante, sin que a él le fuese posible salvarla por la
                  imprevista aparición de los guardas.

                     Y terminada así su relación, pidió Fray Lorenzo al señor de Verona y a los jueces, no
                  sólo que enviasen a Mantua para inquirir sobre el retraso de Anselmo y el tenor de su
                  misiva, sino que se hiciera declarar a la criada de Julieta y a Pedro, el servidor de su
                  marido.

                     Éste, que se hallaba allí presente, sin aguardar otra orden, dijo al punto a los jueces:

                     -Señores, al entrar mi amo en el sepulcro me dio este paquete (escrito, a lo que pienso,
                  de su mano), con prevención de entregarlo a su padre.

                     Abriose el rollo y se vio que contenía la completa historia del suceso; hasta el nombre
                  del boticario que había vendido el veneno, el precio de la droga y la ocasión en que se había
                  usado. Todo quedó tan bien comprendido, tan fuera de duda que, para ver el caso idéntico,
                  sólo hacía falta una cosa, haber estado presente.

                     En razón de lo cual, el señor Bartolomé de la Escala (que en esa fecha mandaba en
                  Verona), después de haberse asesorado con los jueces, dispuso que la asistenta de Julieta,
                  por haber ocultado a sus amos el matrimonio clandestino de aquélla y quitar la ocasión de
                  un bien, fuese desterrada; y que Pedro, en consecuencia de haber sólo obedecido a su señor,
                  fuese puesto en libertad. El boticario, preso, sometido a tormento y declarado convicto,
                  sufrió la horca. El buen Padre Lorenzo, en atención a los antiguos servicios que había
                  hecho a la república de Verona y al justo renombre de su vida, fue dejado en paz, sin nota
                  alguna de infamia; pero él, de propia voluntad, se encerró en una pequeña ermita, a dos
                  millas de la población, donde aún vivió cinco o seis años, haciendo ruegos y oraciones
                  continuas. Por lo que hace a los Montescos y Capuletos, derramaron tantas lágrimas a
                  consecuencia de este desgraciado accidente que, desahogada con ellas su cólera, vinieron al
                  fin a reconciliarse, alcanzando así la piedad lo que nunca pudo la prudencia ni el consejo.
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