Page 162 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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Al oír tan triste nueva, no conoció límites el dolor de Romeo, pues tal parecía que iba a
                  abandonarle la vida. Su acendrado amor, tomando creces en tal extremidad, le sugirió de
                  pronto la idea de que muriendo él junto a su amada, no sólo alcanzaría más glorioso fin,
                  sino que aquélla (a tal punto llegaba su delirio) se mostraría más complacida. Firme en esto,
                  después de haberse enjugado el rostro para extinguir las huellas de su pesar, se salió de
                  casa, prohibiendo seguirle a su criado, y se puso a recorrer los barrios de la población en
                  busca de remedios para su mal. Y habiéndole, entre otras, llamado la atención la tienda de
                  un boticario, por lo mal provista de pomos y otros adherentes del oficio, pensando entre sí
                  que la suma pobreza del dueño le haría prestarse a lo que proyectaba, le llamó aparte y le
                  dijo en secreto:

                     -Maestro, he aquí cincuenta ducados: dadme por ellos un tósigo violento, que mate al
                  que lo tome en un cuarto de hora.

                     Vencido por la avaricia, el desgraciado le acordó lo que pedía y; fingiendo preparar ante
                  los que se hallaban presentes una droga ordinaria, compuso el veneno y dijo por lo bajo al
                  comprador:

                     -Os doy más de lo que necesitáis, pues sólo la mitad de la poción haría morir en una
                  hora al hombre más robusto del mundo.

                     Recibido el veneno, fuese Romeo a su casa, y habiendo manifestado a su servidor que
                  pensaba partir inmediatamente para Verona, le mandó hacer provisión de velas, yesqueros e
                  instrumentos propios para abrir el sepulcro de Julieta, recomendando especialmente que
                  fuese a esperarle al cementerio de San Francisco, sin hablar a nadie de su desgracia, bajo
                  pena de la vida. Obedeció Pedro religiosamente y anduvo tan listo que llegó en breve al
                  sitio designado y tuvo tiempo de prepararlo todo.

                     Romeo, por su parte, abrumada el alma de mortales pensamientos, se hizo traer tinta y
                  papel, y después de consignar sucintamente por escrito la historia de sus amores, los
                  detalles de su matrimonio, los auxilios prestados por Fray Lorenzo, la compra del veneno,
                  hasta su futura muerte, y de cerrar, sellar y poner sobre las cartas la dirección de su padre,
                  encerró el todo en la bolsa, montó a caballo y llegó en breve, a través de las densas tinieblas
                  de la noche, a la ciudad de Verona, a tiempo suficiente para reunirse con su criado, que ya
                  le esperaba en San Francisco provisto de linternas y los demás utensilios recomendados.

                     -Pedro -dijo Romeo a su servidor-, ayúdame a abrir este sepulcro, y así que lo esté, bajo
                  pena de muerte, ni te acerques a mí ni pongas estorbo a lo que quiero ejecutar. Toma esta
                  carta, haz que mi padre la reciba al levantarse, pues quizás le sea más agradable de lo que
                  imaginas.

                     No acertando a comprender el criado la intención de su amo, se mantuvo a la distancia
                  necesaria para observarle. Ya abierto el sepulcro, bajó Romeo dos escalones, alumbrándose
                  él mismo, y después de contemplar dolorosamente el cuerpo de la que era el órgano de su
                  vida, de estrecharle mil veces contra sí, de cubrirlo de lágrimas y besos, sin poder apartar
                  de él un instante la vista, puso las temblorosas manos sobre el frío estómago de Julieta,
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