Page 165 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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sorprender a los que juzgaban autores del hecho, dieron tantas vueltas que, detrás de un
banco de coro, hallaron al fin al buen Fray Lorenzo y a Pedro, servidor del difunto Romeo,
a los cuales redujeron inmediatamente a prisión, dando parte de lo sucedido al señor de la
Escala y a los magistrados de Verona.
Publicado el caso en la población, no hubo alma viviente que no abandonase su techo
para contemplar el lastimero cuadro de que hablamos. Los magistrados, por su parte,
queriendo que todos tuviesen conocimiento de la indagación y que nadie pudiera alegar
ignorancia en lo futuro, dispusieron que los dos cadáveres, en la misma disposición en que
fueron vistos, se colocasen en un tablado público, y que Pedro y el buen religioso vinieran
allí a producir sus descargos. Presente en él Fray Lorenzo, luciendo su blanca barba, toda
llena de gruesas lágrimas, mandáronle los jueces que declarase el nombre de los homicidas;
pues que a indebida hora, armado de herramientas, había sido sorprendido junto al sepulcro.
Y el venerable hermano, hombre ingenuo y franco de palabra, sin aparecer inmutarse por la
acusación que se le hacía, dijo con voz segura:
-Señores, no hay uno entre todos vosotros que, si piensa en mi pasada vida, en mi
anciana edad y en el triste papel que me hace hoy representar mi desgraciada suerte, no se
admire grandemente de la inesperada mutación que contempla; pues que en setenta o
setenta y dos años que llevo en la tierra experimentando las vanidades del mundo, jamás
antes de ahora he sido acusado, ni menos convencido de falta alguna que me haya hecho
enrojecer, no obstante creerme ante Dios el más grande y abominable pecador de la grey.
Raro es, por tanto, que sea, ya tocando a mi fin, cuando los gusanos, el polvo y la muerte
me llaman sin cesar a comparecer ante la justicia del cielo, cuando haya venido a labrar el
desprestigio de mi vida y de mi honor. Quizás son estas gruesas lágrimas que corren en
abundancia por mi faz las que han hecho germinar en vuestros corazones esta siniestra
opinión de mí; pero olvidáis que Jesucristo, movido de piedad y compasión humana,
también lloró, y que el llanto es a menudo fiel pronóstico de la inocencia de los hombres.
Quizás, y es lo más creíble, son la hora sospechosa y los hierros hallados los que me acusan
como autor del crimen; pero no reflexionáis que el Señor hizo iguales las horas, que, al
mostrarnos ser doce en el día, nos ha hecho ver que no hay excepción de minutos, que en
todo tiempo se ejecuta el mal y el bien, y que sólo de su divina asistencia o su abandono
estriba el bien o mal obrar de la persona. Por lo que atañe a los hierros, no es necesario
deciros para qué uso se crearon primero, ni menos que ofenden por la maligna voluntad del
que los usa. Comprenderéis, en vista de esto, que ni lágrimas, hierros ni horas pueden
hacerme delincuente ni volverme otro distinto de lo que soy, y sí sólo el testimonio de mi
propia conciencia, que, en caso de ser culpable, me serviría de acusador, testigo y verdugo.
Gracias a Dios, no siento ningún gusano que me coma, ningún remordimiento que me labre
por lo que hace al hecho que os tiene consternados. Y a fin de tranquilizar vuestros espíritus
y extinguir los escrúpulos que pudieran quedaros, sin omitir lo más mínimo, lo juro por mi
salvación, voy a referiros la historia de esta lastimosa tragedia.
Y dando a ello principio el buen padre, les explicó el origen de los amores de Romeo y
Julieta, el tiempo que habían durado y las mutuas promesas que se empeñaron los amantes,
todo sin que él tuviera el menor conocimiento. Contoles cómo aquéllos, aguijoneados por
su pasión, vinieron a confesarle sus cuitas y a pedirle que solemnizase ante la Iglesia el
matrimonio que de alma habían contraído, so pena de ofender a Dios y obligarles a vivir en