Page 160 - Romeo y Julieta - William Shakespeare
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su cama. Acostándose enseguida, comenzaron a asaltarla nuevos pensamientos y a hacerla
                  sentir tal recelo de muerte que, no pudiendo con su irresolución, se quejaba sin cesar,
                  diciendo:

                     -Sí, soy la más desventurada e infeliz mujer que ha venido al mundo. Para mí no hay en
                  la tierra sino desgracia, miseria y mortal angustia; pues el hado me ha reducido a tal
                  extremidad que, para poner en, salvo mi honor y mi conciencia, necesito apurar aquí un
                  brebaje cuya virtud desconozco. ¿Quién me asegura que estos polvos no operen con más
                  presteza o retardo de lo preciso y que, descubierta por ello mi falta, no se me convierta en la
                  fábula del pueblo? ¿Quién me responde de que las serpientes, de que otros venenosos
                  reptiles, huéspedes cotidianos de los sepulcros y las mazmorras, no me ofendan,
                  teniéndome por muerta? ¿Cómo soportar la fetidez de las pudriciones y osamentas de mis
                  antepasados, a cuyo lado estaré? ¿Y si es que me despierto antes que Romeo y el padre
                  vengan en mi auxilio?

                     Y así influida por estas ideas, fue tan adelante su imaginación que se la figuró ver el
                  aspecto o fantasma de su primo Tybal, herido y chorreando sangre, pronosticándole que iba
                  a ser enterrada viva en medio de cadáveres y descarnados huesos. Su cuerpo delicado
                  comenzó entonces a estremecerse, sus blondos cabellos a erizarse, y presa del miedo,
                  empapada en copioso sudor, se contempló ya entre infinitos muertos, que la daban tirones
                  por do quiera, desgarrándole las carnes. En tal aberración de espíritu, sintiendo que las
                  fuerzas la abandonaban poco a poco y que por exceso de debilidad iba a fallar en su
                  empresa, como furiosa y arrebatada, conteniendo la mente, apuró el líquido del pomo y,
                  cruzados los brazos, se dejó caer sobre el lecho.

                     Un instante después el éxtasis la invadió completamente.

                     Llegada la hora, su camarera, que la había encerrado bajo llave, abrió la puerta y,
                  creyendo despertarla, comenzó a decirla en voz alta: «Señorita, señorita, basta de sueño; el
                  conde Paris vendrá a levantaros». Pero la pobre mujer gritaba en balde; pues, aunque los
                  más horribles y tempestuosos ruidos del mundo hubieran sonado en los oídos de la joven,
                  sus espíritus vitales se hallaban de tal modo adormecidos, que no la hubieran hecho
                  incorporar.

                     Sorprendida la infeliz anciana, comenzó a tocarla, notando que estaba fría como el
                  mármol; luego, percibiendo que no respiraba, le vino a la mente que se encontraba muerta.
                  Fuera entonces de sí, corrió en busca de la madre, la cual, frenética; como un tigre que ha
                  perdido sus cachorros, se precipitó en el cuarto de su hija y al verla en tan lastimoso estado,
                  juzgándola sin vida, prorrumpió de este modo:

                     -¡Ah! Muerte cruel, que has puesto fin a toda mi alegría y felicidad, acaba de cebar tus
                  iras, a fin de que no se aumente mi martirio viviendo en tristeza el resto de mis días.

                     Dicho esto, se puso a gemir de tal modo que parecía iba a deshacérsele el corazón, y en
                  fuerza de sus clamores, el padre, el conde y gran número de señores y damas que habían
                  llegado para honrar la fiesta se enteraron del caso y movieron semejante duelo que, a ver
                  sus semblantes, hubiera creído cualquiera que era el día del Juicio Final. El señor Antonio,
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